El burócrata que llegó a Presidente: Luis Echeverría (1922-2022)

Su fortaleza residía en hacerse indispensable y no mostrar esa ambición que lo consumía.
9 Julio, 2022
Luis Echeverría, candidato del PRI a la Presidencia en gira por Michoacán el 19-25 noviembre 1969 (Foto: Galería luisecheverria.com)
Luis Echeverría, candidato del PRI a la Presidencia en gira por Michoacán el 19-25 noviembre 1969 (Foto: Galería luisecheverria.com)
Econokafka

Un animal político en toda la extensión de la palabra fue Luis Echeverría Álvarez, presidente de México en un sexenio ya muy lejano para muchas generaciones (1970-76).

La impresionante lejanía temporal se explica porque se calzó la banda presidencial relativamente joven (48 años) y vivió hasta ser centenario. Entre los tantos políticos que aspiran llegar a la cúspide del poder, lo logró jugando magistralmente las reglas que entonces imperaban en el sistema político del priato.

Un burócrata silencioso y eficiente

Fue el primero de muchos Presidentes (hasta Ernesto Zedillo) que llegaría a Palacio Nacional sin haber tenido previamente un cargo de elección popular. Un defecto, sin duda, nunca haber sido legislador o gobernador, por lo menos presidente municipal de su ciudad natal. Esto último imposible en el caso de Echeverría, oriundo del entonces llamado Distrito Federal, como sería el caso de todos sus sucesores también hasta Zedillo, con la notable excepción del colimense Miguel de la Madrid. No había gobernador o Jefe de Gobierno, sino Regente, designado directamente por el titular del Ejecutivo.

Echeverría sí aspiró a ser Diputado Federal, cuando era el secretario particular del presidente del PRI, el General Rodolfo Sánchez Taboada, que encabezó el partido durante todo el sexenio de Miguel Alemán. No hubo espacio para esa ambición, y por supuesto lo que mostró fue disciplina y silencio.

Su camino desde entonces fue avanzar y ascender por al laberinto burocrático. Fue el antecesor directo de los llamados tecnócratas, solo que su arte era la política en su sentido más puro, no la técnica de la economía. En el sexenio siguiente, el de Adolfo Ruiz Cortines, el Licenciado en Derecho por la UNAM (otro escalón de rigor en esos tiempos) fue Oficial Mayor de la Secretaría de Educación Pública.

El gran salto vendría con el siguiente Adolfo (López Mateos) que lo designaría Subsecretario de Gobernación bajo Gustavo Díaz Ordaz. Este último le dejó muy claro a su nuevo subalterno que el nombramiento llegaba de arriba.

Echeverría logró lo que parecía imposible con el arisco poblano: se lo ganó a base de trabajo, lealtad y disciplina. Era una máquina de trabajo a la usanza de la más pura burocracia: estaba en la oficina muy temprano, se iba extremadamente tarde, y resolvía los asuntos que se le asignaban.

Su fortaleza residía en hacerse indispensable y no mostrar esa ambición que lo consumía. Cuando Díaz Ordaz se va de candidato presidencial en 1963, López Mateos lo designa Encargado de Despacho. Como tal, no se mudó a la oficina del Secretario, hasta que el propio Díaz Ordaz lo ratifica como titular de Gobernación, la antesala de la ambicionada presidencia.

El empujón de 1968

Un titular de Gobernación muy joven y no amigo del Presidente, sino fiel subordinado. En la búsqueda de la presidencia su gran rival fue Emilio Martínez Manatou, secretario de la Presidencia, íntimo amigo de Díaz Ordaz. Estaba también Antonio Ortiz Mena, el artífice del milagro económico que se conocería como Desarrollo Estabilizador. Además, un tiburón político que era el Regente capitalino, General Alfonso Corona del Rosal.

Pero la carta ganadora fue la represión estudiantil de 1968. Díaz Ordaz sintió lo que Echeverría sabía transmitir: lealtad sin cuestionamiento. Un año después de Tlatelolco, el discreto habitante de la colonia San Jerónimo (entonces muy lejos del centro capitalino) se convertía en el candidato del PRI a la presidencia. Posteriormente Díaz Ordaz diría que esperaba fuese un “Ruiz Cortines joven”: trabajador, austero y callado.

El rebelde contra sí mismo

El silencioso burócrata se transformó en locuaz candidato y Presidente. El disciplinado funcionario mutó en rebelde Ejecutivo. Los sobrios trajes y corbatas fueron sustituidos por la yucateca guayabera, mientras que al encasillado funcionario que vivía en Bucareli le quedó chico México. Se lanzó por el mundo mientras que se erigía en campeón del Tercer Mundo y soñó con encabezar la ONU.

Quien aplaudió la acción diazordacista contra los estudiantes, cortejó como nadie a los jóvenes, y a muchos los nombró en altos cargos. Igual le encantaba rodearse de intelectuales a los que también cortejó (y, sobra decir, también les repartió cargos como confeti).

Seguía incansable, pero ahora como jefe. Le encantaba encabezar maratónicas juntas brincando de un tema a otro, muchas veces sin decidir nada o planteando a sus subordinados las preguntas más estrambóticas.

Convocaba a funcionarios del gobierno en la madrugada; en cierta ocasión al Director del Zoológico de Chapultepec para cuestionarlo sobre si era conveniente importar elefantes de Tanzania para arar el campo mexicano. Estuvo la famosa junta en Roma (había ido a hablar ante la FAO) en que inquirió a su gabinete cuántas tortillas salían de un kilo de harina Minsa (la respuesta que recibió: “32 tortillas, Señor Presidente”).

Una actividad de locura que muchas veces no llegaba a nada. El Gobernador de Yucatán, Carlos Loret de Mola, lo comparó alguna vez con una incansable ardilla en una jaula giratoria.

Finanzas desde Los Pinos

El problema es que la rebeldía la aplicó también a la economía. Su inclinación fue resolver los problemas de la nación arrojándoles dinero. Como no alcanzaba con los impuestos, ordenó imprimir billetes a raudales, sobre todo a partir de 1972. Cuando su prudente titular de Hacienda, Hugo B. Margain, le dijo que había un límite a la deuda pública, le preguntó qué embajada le gustaría (la respuesta fue que la de Gran Bretaña, y hasta Londres lo despachó).

En su lugar puso a su amigo de juventud, José López Portillo, otro abogado neófito en materia económica. Eso sí, complaciente ante las órdenes presidenciales. Con rapidez le mostró a Echeverría que había mucha deuda por contratar, y el gobierno mexicano se lanzó a firmar empréstitos como si los bancos comerciales internacionales regalaran el dinero. En el mismo año en que llegaba JLP a Hacienda, 1973, estallaba la inflación por la inundación de dinero sin más sustento que las órdenes presidenciales.

La falta de experiencia de López Portillo no era un problema, afirmó el Presidente, puesto que las finanzas de la nación se manejaban desde Los Pinos. Como escribiría magistralmente Gabriel Zaid, así fue y así nos fue. Siguieron años de locura, con una explosión del déficit público, la inflación y la deuda. El detalle es que todo combinado con un tipo de cambio fijo, que desastrosamente Echeverría no quiso devaluar cuando tuvo el pretexto ideal para ello: el desplome del sistema Bretton Woods, cuando el presidente Richard Nixon cesó la convertibilidad entre el dólar y el oro en agosto de 1971.

La realidad acabó por alcanzar a la economía y a Luis Echeverría, obligado a devaluar el peso en el último año de su sexenio, destruyendo una paridad (12.50 pesos por dólar) que no se había movido desde 1954. Cerró su sexenio con una crisis económica y desprestigiado, muy lejos de encabezar las Naciones Unidas. López Portillo optó por mandar a su amigo lo más lejos posible del país, nombrándolo embajador ante Australia y las islas Fiyi.

Finalmente, el otrora discreto burócrata regresó a un relativo silencio, el requerido entonces de los expresidentes. Casi cinco décadas en ese papel que acaba de concluir.

Sergio Negrete Cárdenas Sergio Negrete Cárdenas Doctor en Economía por la Universidad de Essex, Reino Unido. Licenciado en Economía por el ITAM. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UNAM. Profesor-Investigador en el ITESO. Fue funcionario en el Fondo Monetario Internacional (FMI) y en el Gobierno de México.