Un fantasma recorre Europa, el fantasma de la geopolítica

Europa alguna vez creyó haber enterrado sus fantasmas: la guerra, la fragmentación, la lógica cruda del poder. Durante décadas, se proyectó como un modelo de bienestar, cooperación y civilidad, convencida de que el pasado había quedado atrás. Pero en 2025, ese relato se ha roto. La geopolítica ha regresado con fuerza al corazón del continente, alterando no solo sus prioridades internas, sino también el equilibrio global. Mientras Europa despierta a esta nueva realidad, en Norteamérica aún persiste la ilusión de estar a salvo. Pero en un mundo donde las certezas se desmoronan y el poder se impone otra vez sobre los principios, incluso países aparentemente distantes, como México, deberán preguntarse si están listos para lo que viene. Porque lo que hoy recorre Europa, bien podría mañana atravesar nuestras propias fronteras.
Hace veintiún años llegué a Europa por primera vez. Bueno, fue al Reino Unido, que técnicamente hoy ya ni siquiera forma parte de Europa.
Era 2004, un año que, visto a la distancia, rebosaba de optimismo. Habían pasado quince años desde la caída del Muro de Berlín y la reunificación de Alemania; la Unión Soviética y el fantasma del comunismo se habían colapsado apenas doce años antes, y uno de los experimentos políticos más ambiciosos de la historia, la Unión Europea, avanzaba con paso firme.
La vieja Europa, con sus guerras, conflictos y odios, parecía haber quedado atrás, enterrada en los capítulos del pasado, y miraba hacia adelante. Nunca conocí los francos, los marcos o las pesetas, solo euros, pero la idea de Europa iba más allá de una moneda común. Cuando llegué a Londres en agosto de 2004, para iniciar mis estudios de posgrado, Europa debatía la adopción de una nueva constitución, que sería la piedra angular de una potencia capaz de rivalizar con Estados Unidos. China aún se percibía como lejana, y la nueva Europa era el futuro, el modelo a seguir.
Claro está, no todo era color de rosa en aquella Europa que tanto me deslumbró. El optimismo que se respiraba en Bruselas o Estrasburgo contrastaba con realidades menos glamorosas: una burocracia europea percibida como distante, una creciente brecha entre el norte y el sur del continente, y un malestar social subyacente que más tarde daría paso a los populismos que hoy dominan parte del tablero político. La ampliación al este fue celebrada como una victoria geopolítica, pero también introdujo tensiones económicas y culturales que nunca se resolvieron del todo. Bajo la superficie del proyecto europeo había contradicciones que muchos preferían ignorar.
Posiblemente, la primera fisura de esa ambición me tocó verla en primera fila: Francia rechazó en referéndum el proyecto de constitución europea, paralizando el proceso de unificación. Los burócratas europeos, muchos de ellos formados en las mismas aulas de LSE y Oxford, donde yo mismo estudié, consideraron que el proyecto europeo era demasiado importante como para dejarlo en manos de un electorado que calificaron de ignorante y desinformado. Así, la unificación avanzó no como un proceso democrático y consensuado, sino como una serie de acuerdos cupulares entre las élites políticas.
Años después, en 2016, vi con incredulidad cómo los británicos decidieron abandonar el sueño europeo. En el Parlamento de Estrasburgo, mientras se cantaba Auld Lang Syne, el Reino Unido hizo lo impensable: se retiró del proyecto de unificación. El liberalismo europeo, una Europa social, inclusiva, sostenible y abierta al mundo, no fue tan resiliente cuando cambió la suerte económica. La extrema derecha, que muchos consideraban relegada al pasado, empezó a resurgir, ganando terreno político e incluso gobiernos en algunos países. Algo había cambiado.
Sin embargo, hace tres años, cuando Rusia invadió Ucrania, quedó claro que algo había salido terriblemente mal y que aquel lejano sueño de una Europa próspera e inclusiva había quedado atrás.
Como cada año, este verano tuve la oportunidad de estar en Ginebra, asistiendo a una conferencia global sobre desarrollo auspiciada por el G20 y Naciones Unidas. El año anterior, 2024, parecía ya parte de una era remota; ni siquiera los escenarios más sombríos que se contemplaban entonces anticipaban la dura realidad de 2025.
La primera realidad, como un balde de agua fría: Europa está en guerra. No se trata de una posibilidad teórica; los países de la Unión contemplan un frente de guerra en su propio continente, y la posibilidad de que este se extienda no pertenece al terreno de la imaginación, sino al de lo posible.
La segunda realidad es que el manto de protección de los Estados Unidos ya no está ahí. Es cierto que la alianza transatlántica sigue vigente en lo formal, y que el país norteamericano mantiene bases militares y personal en el continente. Pero la percepción de los liderazgos europeos es distinta: ya no sienten que puedan contar con esa alianza para garantizar su seguridad. Están solos.
La tercera realidad es que las prioridades han cambiado. La Europa próspera e inclusiva se ha visto forzada a replantearse qué es importante y qué no. El rearme europeo es ahora una necesidad reconocida, y una Europa endeudada, con crecimientos económicos raquíticos, representa posiblemente la mayor amenaza a su propia seguridad. El dinero tiene que salir de algún lado, y está fluyendo desde lo que hasta hace algunos meses era una de las agendas de desarrollo más relevantes del mundo. Reino Unido, Francia y Alemania están reduciendo los fondos para el desarrollo, tanto europeo como internacional, poniendo en riesgo avances en salud, educación, medio ambiente y equidad.
Si la pandemia del Covid-19 significó un retroceso de años en la agenda global de desarrollo, la situación actual en Europa amenaza con devolvernos a una lejana década del siglo pasado.
Un fantasma recorre Europa: el fantasma de la geopolítica. Es el poder, la seguridad y la política lo que define lo que sucede en el viejo continente. El bienestar, la inclusión y la sostenibilidad siguen presentes en el discurso, pero el financiamiento ya no está ahí.
No me parecería justo culpar a los Estados Unidos por todo lo que ocurre. Muy probablemente, la situación política en Norteamérica no ha hecho más que acelerar procesos que de cualquier manera habrían sucedido. El presidente Trump, parafraseando a un célebre secretario de Hacienda mexicano, simplemente dejó ver que la prosperidad europea estaba sostenida con alfileres. Alfileres que, en los últimos cinco meses, han sido retirados uno por uno.
Existen muchas más preguntas que respuestas, comenzando por la más evidente: ¿se extenderá el conflicto que actualmente se libra en Europa? En caso afirmativo, ¿cuándo ocurrirá? ¿De qué manera se relacionan estos enfrentamientos con otros focos de interés a nivel global? ¿Qué sucederá con las causas que Europa ha promovido en el escenario internacional en los últimos años? ¿Qué futuro le espera a la agenda de desarrollo global y a las prioridades europeas? ¿Qué ocurrirá con el financiamiento destinado a salud, educación y medio ambiente? ¿Podrán los países en desarrollo asumir estos desafíos por sí solos?
Desde este lado del mundo, se reciben las noticias provenientes del viejo continente, aunque parece que aún estamos lejos de comprender plenamente su magnitud. En realidad, en las Américas, no se perciben ni se enfrentan las amenazas de seguridad que hoy se viven en Europa. La geografía aísla y ofrece una forma de protección, manteniendo las amenazas reales o imaginarias a una distancia considerable.
México enfrenta en estos momentos, sin duda, uno de los desafíos más importantes de su historia reciente: la inminente renegociación del tratado comercial con América del Norte, así como la agenda bilateral en materia de migración y seguridad fronteriza con Estados Unidos. No obstante, estos asuntos no son del todo nuevos. Han estado presentes durante décadas y, como en ocasiones anteriores, se encontrarán caminos de negociación. Incluso en el peor de los escenarios, México lidia con problemas de precios, como el nivel de aranceles, no con amenazas existenciales como las que hoy se ciernen sobre Europa.
En los próximos meses, surgirán retos complejos. Sin embargo, la realidad es que México y Estados Unidos comparten un espacio común, con todo lo que ello implica. Como ha sido históricamente, la geografía y la historia forzarán la creación de equilibrios, quizá incómodos, pero estables, entre ambos países.
Sin embargo, sería ingenuo pensar que la relativa calma mexicana equivale a verdadera estabilidad. El país enfrenta tensiones profundas: una violencia estructural persistente, instituciones debilitadas, dependencia económica y una presión migratoria en ascenso que desborda las capacidades del Estado. La narrativa de que México puede emerger como un polo de certidumbre en medio del caos global necesita contrastarse con su propia fragilidad interna. La geografía puede ofrecer resguardo, pero no dirección. Y la historia puede imponer rutas, pero no garantiza destinos.
En un mundo sacudido por el regreso de la geopolítica, la estabilidad ya no puede darse por sentada. Si México quiere aspirar a un lugar distinto en la nueva configuración global, deberá hacerlo no solo desde la ventaja de su ubicación, sino desde la lucidez política, la fortaleza institucional y la capacidad de enfrentar sus propios fantasmas, antes de que también empiecen a recorrer su territorio.
La historia puede imponer rutas, pero no garantiza destinos. En este nuevo mapa global, donde el fantasma de la geopolítica ya no es exclusivo de Europa, México tendrá que decidir si simplemente reacciona... o si se anticipa.
