¿Qué ha cambiado ahí dentro? Pandemia y mente

La pandemia y el estrés que genera la situación que se vive cotidianamente van cambiando nuestra mente y consecuentemente lo que somos ¿Pero sabemos cómo?
10 Enero, 2021
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En el cuento “La Migala” (1952) de Juan José Arreola, el protagonista después de adquirir ese arácnido, narra: “[c]omprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. […] ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible. […] Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona”.

Como la migala del cuento de Arreola, esta pandemia la sentimos acechando invisible. El protagonista se observa así mismo aterrado, pero igualmente perceptivo de la vida; una alegoría de lo que vivimos hoy. En proceso está, silenciosa y contínua, la experiencia diaria bajo distintas formas de estrés, en un horizonte de tiempo que se siente indefinido. No todos percibimos el estrés igual, ni estamos sujetos a las mismos eventos o entornos. La pandemia ha sido diferente para todos.

El estrés en el mejor de los casos proviene de la tensión expectante del contagio y de cómo nos afectaría alojar al virus. También en el mejor de los casos, viene del encierro (para los que tienen la fortuna de poder hacerlo) y de minimizar el contacto social. En el peor de los casos, el estrés surge de la presión laboral y la desesperación económica, así como de la enfermedad misma -en carne propia o de las personas del entorno- y sus secuelas, en caso extremo del duelo.  

Para varios neurocientíficos, como Michael Gazzaniga, nuestro entorno y nuestra experiencia humana van moldeando nuestra mente, la cual junto con la estructura de nuestro cerebro define quiénes somos, así como nuestros actos. No dudo que el aislamiento, el trabajo en casa y la menor socialización por períodos prolongados nos vayan afectando de alguna manera silenciosa. Obvio decirlo para aquellos que entran en situaciones de mucha presión económica o crisis de salud. Consecuentemente, siguiendo a Gazzaniga, la situación de hoy nos redefine como personas, estemos conscientes de ello o no.

Desde el inicio se ha hablado de la importancia de la salud mental. La resiliencia que hemos invocado desde hace meses, la capacidad de adaptación tan voluntarista y el buen ánimo de los cuales nos hemos querido aferrar son mecanismos de defensa conscientes para lidiar con un entorno. Pero también son señales que nos invitan a observarnos: cómo vamos jerarquizando nuestras preocupaciones y qué se manifiesta involuntariamente en nosotros (tal como el insomnio, la ansiedad, las migrañas, contracturas por ahí-por acá y no se diga “contagio imaginario de Covid”), y cómo ello nos modifique.

En algún momento, al menos en mi entorno vi a muchas personas en el agotamiento (el burnout en inglés). Se combina el estrés que menciono, con la invasión del ámbito de trabajo al espacio privado (para un segmento de la población). A esto se añade una cultura laboral de rueda del hámster, en la cual el mostrar desempeño, el acumular tareas de “bajo valor” y las señales de compromiso son más valiosas que lo que en realidad se produce. No me extrañaría que muchas personas lo usen como forma de evasión. El sociólogo Alain Ehrenberg señala las consecuencias de ese agotamiento, en algunos casos contribuyen a la depresión.

No creo que este episodio de la historia cambie la naturaleza de las sociedades, ni sus miserias. Pero el cambio no es trivial. Por ejemplo, hablando con colegas interesados en las ciencias de la conducta, coincidimos que en esta pandemia se han manifestado a plenitud muchos sesgos de la conducta humana. Los más evidentes son los sesgos de optimismo (a mí no me pasará algo malo) y el exceso de confianza (sobrevaloro mi capacidad para hacer cosas). Pero la pregunta no sólo es cómo nos han afectado nuestros sesgos, sino también cómo éstos han cambiado ante lo que vamos viviendo, ultimadamente si todo esto redefinirá el zeitgeist -rabioso y ridículo- de los últimos años.

 

No creo que este episodio de la historia cambie la naturaleza de las sociedades, ni sus miserias. Pero el cambio no es trivial.

 

Por doquier hay fórmulas, recetas y sugerencias para sobrellevar el estado de los tiempos: ejercicio, lectura, baile, meditación, oración, realidad virtual, aprender una nueva gracia, lo que quieras. La civilización contemporánea nos ofrece a mares. Para un optimista natural (casi patológico) como su atento y seguro servidor es fácil adoptar prácticas que generan endorfinas, algo así como amanecer con la marcha Radetzky. Pero tampoco me compro completo mi entusiasmo.

Un epílogo personal. Hay algo que no termino de procesar. En los últimos meses han fallecido más personas que conocía que en otros años. Cercanos, no tan cercanos y lejanos; amigos y personas que con las que al menos crucé caminos, algunas conexiones en segundo grado. Casi ninguno de Covid-19. Me surgió la pregunta abstracta de por qué se juntaron, si la situación aceleró un padecimiento o sólo fue coincidencia. Los recordaré por sus frutos, sin pretensión de hacer un tributo. No sé cómo nos cambien esas ausencias.

La buena actitud como defensa me parece necesaria, más no suficiente. A pesar de que mi trabajo tiene una faceta monástica en que la soledad y la reclusión son insumos, soy más social y callejero. Mi vida interior se nutre de observar el mundo y escuchar a los otros. En cambio, la experiencia de estos tiempos obliga a observar y escucharse a uno mismo, más que antes. Esta ruta me ha parecido como caminar dentro del mar, con trabajos y ante lo desconocido, pero asombrado.

En esta ruta pedregosa me pregunto qué ha cambiado ahí dentro, pero aún no tengo respuesta. Me tranquiliza aún reírme de mí mismo, aunque ello quizá también sea un mecanismo de defensa.

Gustavo Del Angel Gustavo Del Angel Gustavo es académico del CIDE, especializado en la historia del sistema financiero, así como en su estructura y regulación contemporáneas; ha sido profesor visitante en la Université de Paris, National Fellow en el Hoover Institution, e investigador invitado del CEEY.

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