Reflexiones sobre la crisis global del agua y el valor económico de las cosas
Es martes en la mañana y la gran pregunta en todos los hogares de Monterrey es si el día de hoy habrá agua.
Es cierto que algunas familias, en particular en las colonias más alejadas y de menores ingresos han sufrido más con esta crisis, sin embargo, después de tres meses de cortes ha quedado claro que ninguna solución individual, llámese tinaco o cisterna, es suficiente cuando cortan el agua por más de 5 días seguidos.
La crisis del agua en Monterrey recuerda la crisis de salud del COVID-19 en sus inicios. Al principio se veía como algo lejano y que posiblemente podríamos librar en lo individual. A medida que ha pasado el tiempo, la crisis se respira como algo con lo que tenemos que vivir a diario y aceptar con normalidad.
Al igual que con la pandemia, los problemas más graves vienen de la afectación colectiva. El problema más grave no es que no haya hoy agua en mi casa, sino que una ciudad con una población similar a Washington, D.C. o Barcelona no sea capaz de proveer uno de los servicios urbanos más esenciales. Las consecuencias sociales y sanitarias de esta crisis, temo que apenas se empiezan asomar.
La crisis del agua en Monterrey, y en general en todo el norte del país, está lejos de ser un fenómeno localizado. De acuerdo con el North American Drought Monitor, al día de hoy el 48% del territorio de toda Norteamérica presenta condiciones de sequía. En México la sequía afecta el 65% del territorio mientras que en los Estados Unidos la superficie afectada alcanza el 56%. La situación es particularmente grave en los estados de California y Texas, con una población de casi 68 millones de habitantes. En estas entidades la sequía extrema afecta a aproximadamente el 60% del territorio.
Más allá de Norteamérica, en Europa, en China y en la India sufren del mismo problema. En Alemania la sequía ha afectado los niveles del Río Rin de manera que compromete su navegabilidad afectando una de las arterias comerciales más importantes del mundo. En China los bajos niveles de las presas han obligado a detener la producción de electricidad y en la India, la sequía en el norte del país pone en riesgo alimentario a millones de personas. Un reporte reciente de las Naciones Unidas estima que en 2022 aproximadamente 2,300 millones de personas enfrentan estrés hídrico, incluyendo 160 millones de niños.
¿Qué nos ha llevado a tan dramática situación? En el caso particular de Monterrey, el debate público se ha centrado de manera importante en la importancia de la infraestructura y el déficit histórico de la inversión en el sector. Una de las respuestas más claras de los gobiernos estatal y federal ha sido incrementar la inversión en pozos, acueductos y presas para revertir el déficit actual.
La gestión del agua ha sido también identificada como una prioridad aunque las propuestas han sido menos claras. Existe un consenso sobre la necesidad de tener una mejor distribución de las concesiones entre el sector agrícola, industrial y doméstico; sin embargo, no se vislumbra una dirección definida más allá de la reasignación voluntaria u obligatoria del agua industrial hacia el uso doméstico.
El cambio climático es una causa obvia de la crisis; sin embargo, en México tendemos a mirar la política ambiental como una variable dada, ante la cual poco o nada podemos hacer. En Europa el debate público sí se ha enfocado en el cambio climático. Sin embargo, los líderes europeos se han resignado a abandonar sus ambiciosos objetivos ambientales ante la gravedad de la crisis detonada por la invasión de Rusia a Ucrania y la necesidad de reafirmar la autonomía energética europea. En los Estados Unidos, por otro lado, dada la gravedad y profundidad de la crisis del agua, resulta realmente sorprendente que no haya sido posible superar la polarización actual y avanzar hacia una agenda ambiental más ambiciosa con apoyo bipartidista.
Un elemento casi ausente en el debate global sobre la crisis actual del agua, es la necesidad de cuestionar de manera seria la forma en la que tomamos decisiones en política pública y los elementos que usamos para medir el valor de las cosas. El estándar aceptado para tomar una decisión en cuanto a la implementación de una política pública o la ejecución de un proyecto de inversión es el valor económico.
Dicho valor lo estimamos por medio de un análisis de costo beneficio que busca asignar una medida monetaria al impacto de dicha decisión. La asignación de una medida monetaria del valor de las cosas en muchos casos es directa y no es sujeta a mayor debate. Por ejemplo, el valor de una panadería en la economía, es adecuadamente capturado por las ganancias monetarias de la panadería.
Para otras decisiones esta medida de valor es incompleta, por ejemplo si queremos calcular el valor de una escuela debemos estimar el impacto monetario de la educación sobre el ingreso de los estudiantes y sus efectos indirectos sobre la productividad de una comunidad. Sin embargo, la estimación de valor se vuelve sumamente complicada cuando tratamos de valorar decisiones que involucran la vida o la muerte: ¿cuál es el valor verdadero de reducir las emisiones de carbono que detengan la terrible crisis ambiental que estamos viviendo? o ¿cómo estimar el valor monetario de un respirador que puede salvar la vida a un paciente de COVID-19?
Lamentablemente, la actual crisis del agua y la reciente crisis sanitaria del COVID-19 sugiere que el uso de medidas monetarias monolíticas para medir el valor de decisiones que involucran el medio ambiente o la salud parece excesivo. Si hubiéramos tomado decisiones más adecuadas sobre la emisión de CO2 el siglo pasado, tal vez no estaríamos viviendo una crisis ambiental tan grave. En la esfera de la salud, si hubiéramos tomado mejores decisiones, tal vez habríamos tenido suficiente infraestructura para atender la pandemia, sin la necesidad de aplanar la curva.
Una de las respuestas más comunes a esta crítica es que en realidad no hay alternativas y la medición de valor económico bajo los lentes del costo-beneficio es lo mejor que podemos hacer. Sin embargo, esta postura omite importantes avances. Por ejemplo, en el Reino Unido desde hace más de 20 años la toma de decisiones en el sector de transporte, obliga a hacer una evaluación multifactorial más allá del impacto económico, que implica la comparación directa de métricas de salud y de mortalidad.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo recomienda utilizar los Objetivos de Desarrollo Sostenible como métricas objetivas para la asignación de presupuestos públicos. La economista británica de la Universidad de Oxford, Kate Raworth, en su Modelo de la Dona combina mediciones micro y macroeconómicas, así como impactos ambientales de manera que es posible estimar un valor más amplio de las decisiones de política pública.
Al igual que con el COVID-19, la fase aguda de la crisis de agua pasará. Confío que en algunos meses el agua volverá a correr y el tema central en la conversación de los regiomontanos ya no iniciará preguntando si amanecimos con agua. Sin embargo, es sumamente importante que más allá de la coyuntura actual, la crisis nos permite abrir los ojos y empecemos a cuestionar más allá de las causas inmediatas la manera en que pensamos las decisiones de política pública y el valor económico.
No basta con preguntarnos si los presupuestos deben utilizarse en acueductos o transporte, o si el agua debe ser de la ciudad o de los industriales. Es imperativo entender dónde los recursos escasos generan realmente valor, en términos de vidas, salud y un bienestar integral.