La semana del 17 al 21 de abril se realizó la “Segunda Semana Nacional de Infraestructura Transformadora” en la Cámara de Diputados[1]. Es difícil explicar porqué fue un evento tan importante y la urgencia de una discusión a fondo sobre el gasto público en infraestructura.
Voy a presentar algunos de los comentarios más importantes de la mesa donde participé y reflexiones posteriores sobre el tema. Me restringiré al gasto público (o inversión pública), la inversión privada tiene su rol que espero revisar posteriormente.
Empiezo con una premisa que me parece fundamental. La infraestructura pública y la privada son complementarias, su grado de sustituibilidad es limitada. La aclaración resulta valiosa.
Hace unos años la idea de Asociaciones Público Privadas (APPs) parecía la opción para aliviar la escasa inversión pública en ciertos rubros. Si bien puede funcionar en algunos casos, hay muchos proyectos buenos que no le interesan al sector privado. Las razones son variadas, desde el alto rendimiento social con poco rendimiento comercial, hasta los retornos de muy largo plazo que pueden ser inciertos. Se han destapado una serie de contratos que muestran APPs que no son otra cosa que deuda no reconocida y, frecuentemente, en peores condiciones que las encontradas en el sector financiero.
La falta de infraestructura tiene consecuencias. Un gran ejemplo para la reflexión es (fue) las zonas económicas especiales que se impulsaron el sexenio anterior. La idea central era fomentar con estímulos fiscales la llegada de empresas a localidades del sur de México. Se buscaba que se instalara alguna(s) empresa grande que hiciera efecto ancla y fuera detonando un ecosistema. No se consideró que muchas de las localidades carecían de la infraestructura necesaria: carreteras, puertos, transmisión eléctrica, y un largo etcétera. Los ahorros fiscales potenciales eran pequeños con respecto a los costos de no tener la infraestructura necesaria. El programa no funcionó.
Es común referirse a la tasa de crecimiento de varios países asiáticos. Menos frecuente es reconocer que muchos de estos países tienen inversión pública en infraestructura arriba de 10% del PIB anualmente. Dichas inversiones han vuelto muy competitivas sus economías: conectividad, logística, inclusión territorial y pavimentar el camino para la transición energética. La coordinación respecto a la inversión privada es notable en algunos casos.
México tuvo inversión pública en infraestructura muy importante durante largos años. Sin embargo, las crisis de los 80’s y 90’s, así como la necesidad de consolidaciones fiscales grandes, volvieron la inversión en infraestructura la variable de ajuste preferida[2]. Poco a poco la inversión privada fue tomando un rol preponderante en la formación de capital, lo cual fue bueno, pero no suficiente. A reserva de ahondar en las causalidades, podemos hablar de años con bajo crecimiento económico, infraestructura deteriorada y grandes zonas del país no conectadas al desarrollo.
Durante el presente sexenio, con pocos recursos disponibles, la decisión fue priorizar cuatro grandes obras de infraestructura: la refinería en Dos Bocas, el aeropuerto de Santa Lucía, el Tren Maya y el proyecto de conexión transístmico[3]. La polémica no se hizo esperar.
Fue muy anticlimático que el proyecto insignia de esta administración fuera una refinería enorme, cuando el Mundo habla de electrificación de vehículos. Una refinería más pequeña, altamente eficiente, para el sureste mexicano pudo haber sido justificada, ésta difícilmente. No es obvio que logre arrancar bien a bien durante este sexenio. En términos de transparencia ha sido una burla, no he podido encontrar una solo corrida financiera para ver qué flujos, costos y rendimiento se esperan de ella. Probablemente no existan los análisis financieros básicos.
El AIFA es otro mal proyecto, en mi opinión. Terminamos con un aeropuerto muy bonito, solo que pequeño y mal conectado (ignoro si esto se va a resolver pronto). Desmantelar el proyecto en Texcoco representó altos costos y dejó pasivos importantes reconocidos por la Secretaría de Hacienda. Lo peor del caso, la demanda en el Valle de México queda insatisfecha, con un crecimiento de mediano y largo plazo bien complicados.
Las evaluaciones respecto al Tren Maya son mixtas. Se reconoce que puede ayudar mucho a conectar la Península de Yucatán. Preocupa que los impactos ambientales negativos son potencialmente considerables y que los trenes en muchos lugares pierden dinero. Quizá lo más negativo es la falta de planeación y evaluaciones a priori, un enorme proyecto con fuerte desprecio por lo técnico.
Creo que de los cuatro, por mucho, el mejor proyecto es la conexión transístmica: Un tren, renovación de puertos y caminos auxiliares conectando los dos océanos (por Oaxaca y Veracruz). Puede detonar mucho crecimiento e inversión en todo el sur de México y fomentar una vocación exportadora al este de Estados Unidos.
Retomo las discusiones recientes en la Cámara de Diputados por la semana de la infraestructura. Me quiero concentrar en cuatro aspectos y al final incluyo una extensión.
Primero, la necesidad de tener planeación, incluyendo su financiamiento, de forma multianual. Ya existen reglas y la Secretaría de Hacienda tiene forma de hacer los registros, y ocurre para unos cuantos proyectos. Sin embargo, estamos muy lejos de tener un gran plan de infraestructura de largo plazo (i.e. veinte años) que cruce sexenios y ligue rendimientos públicos y privados con el financiamiento que lo haga viable.
Segundo, el conflicto de las priorizaciones. Un plan de infraestructura de largo alcance implica voluntad y acuerdos políticos. También requiere un brazo técnico altamente especializado y de prestigio. Si el binomio técnico-político está incompleto las cosas no van a funcionar, los ejemplos son abundantes. Se tienen que resolver dos cosas: Una, se refiere al diseño ideal del organismo que acompañe este proceso y de quién dependería. Quizá necesitamos un organismo autónomo (muy golpeados durante este sexenio). La otra, se relaciona al problema de priorización. No alcanza para todos los proyectos y los intereses. Abundan muchos legítimos.
Tercero, cómo financiar el gasto público en infraestructura. Dados los recursos disponibles, el espacio fiscal va a ser complicado. Es probable que una parte considerable del financiamiento sea vía deuda pública. Si bien actualmente ya hay candados que limitan el endeudamiento para gasto en inversión (Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria, LFPRH) en la práctica hay formas de burlarla. Si va en serio un programa de financiamiento de infraestructura pública de largo plazo, la revisión de LFPRH es obligada.
Cuarto, discutir el rol de las entidades federativas. De nuevo, por las vacas flacas que las finanzas públicas federales van a vivir en los próximos años, los estados y la CDMX tendrán que salir al quite respecto a la infraestructura. Esto sería tanto en financiamiento como en planeación. Ojalá que fuera coordinado respecto a la federación y cuidando los incentivos.
Este mes el Banco Mundial publicó un importante reporte sobre la transición energética[4]. Se afirma el papel de los gobiernos como financiador (en gran parte vía infraestructura) y regulador en la transición, con la necesidad de abrirle espacio fiscal al tema. Recientemente, el gasto social ha venido comiéndose muchos recursos públicos, lo cual puede ser bueno. Lamentablemente, si no invertimos en infraestructura pública, y lo hacemos bien, comprometeríamos el bienestar de nuestro país en los años venideros.
