México ¿el menos peor?
Hace no mucho, en un café con dos banqueros de inversión extranjeros, les pregunté cómo veían a México. “Es una buena opción -me dijo uno de ellos- frente al resto de la región”. Y el otro añadió con una mueca, “no porque esté haciendo todo bien, sino porque los demás están peor”.
Aquellas frases me quedaron dando vueltas. México no aparece hoy en el radar financiero global por la fuerza de sus decisiones, sino por contraste con sus vecinos. Los banqueros lo resumieron así: es una economía con un mercado interno grande, un comercio exterior sólido, finanzas públicas sin grandes sobresaltos y una política monetaria creíble. Pero, añadieron, hay sombras que no se pueden ignorar: un déficit difícil de contener, una deuda que crece, Pemex sin rumbo y un crecimiento raquítico.
“Brasil, Colombia, Perú, Argentina… todos enfrentan escenarios más complicados”, dijeron, casi contando con los dedos. “Chile es interesante, pero no tiene el tamaño de México.” En otras palabras, México destaca no por mérito propio, sino porque los demás están peor. Es una opción, sí, pero por descarte.
Ese tipo de halago, disfrazado de reconocimiento, en realidad debería preocuparnos. Porque detrás del flujo de capital que llega, financiero o productivo, hay una motivación distinta: no es la confianza estructural en el país, sino la búsqueda de refugio. México está atrayendo interés por inercia, no por estrategia; por ausencia de alternativas, no por visión de futuro.
En el papel, el país tiene la combinación ideal: ubicación privilegiada, tratados comerciales, estabilidad monetaria, talento joven y una frontera que hoy es epicentro del nearshoring. Pero en la práctica, esa ventaja natural se diluye frente a la incertidumbre institucional, los mensajes contradictorios hacia la inversión privada, y los rezagos en infraestructura energética.
México sigue atrapado en debates del siglo pasado: cómo rescatar a un Pemex insolvente, cómo ampliar y mantener el control estatal sin eficiencia, cómo cubrir el déficit con ingresos temporales y cómo suplir la inversión privada con gasto público coyuntural. Mientras tanto, el mundo discute transición energética, inteligencia artificial y cadenas de valor verdes.
Los inversionistas -financieros y productivos- pueden convivir con gobiernos de distintas ideologías, pero no con la incertidumbre. Lo que exige el momento no son nuevos incentivos fiscales ni discursos sobre soberanía económica, sino un compromiso explícito con la estabilidad institucional: tribunales que hagan valer contratos, reguladores que actúen sin sesgo político, procesos administrativos predecibles y políticas públicas que no cambien cada sexenio.
México no necesita más promesas de apertura, sino señales concretas de que la ley se aplicará de la misma manera para todos, y que ninguna decisión empresarial dependerá del humor del poder. El dinero que llega hoy podría ser semilla de desarrollo o simple capital de paso. La diferencia depende de si el país logra ofrecer un marco confiable para invertir, producir y permanecer. Sin reglas claras, sin energía suficiente y sin instituciones sólidas, los flujos financieros seguirán entrando por oportunidad… y saliendo por desconfianza.
En la coyuntura global actual, el país tiene ante sí una ventana de oportunidad histórica. Pero si no se aprovecha con visión y certidumbre, volverá a quedarse con el consuelo de siempre: ser el menos peor de la región, como lo escuché de aquellos banqueros de inversión. Y eso, en economía -como en la vida-, nunca ha sido una estrategia.