Riesgo país: El precio silencioso de la confianza
La primera regla de las inversiones es casi un acto de sentido común: a mayor riesgo, mayor rendimiento. Quien presta quiere compensación; quien pide debe justificarla. Pero para fijar ese precio -para saber cuánto cobrar o cuánto pagar- hace falta entender qué riesgo está realmente en juego. En el mundo de la deuda, los riesgos se acumulan: liquidez, plazo, tipo de cambio, regulación, vaivenes políticos. Cuando el dinero cruza fronteras, aparece otro más: la probabilidad de que un país no cumpla sus obligaciones financieras. El famoso riesgo país.
Este riesgo afecta el costo de financiamiento externo, condiciona la llegada de capital, alimenta la confianza -o la erosiona- y, en última instancia, determina cuánto espacio real tiene un país para crecer. El problema es que es difícil de medir.
Tres formas de medir lo que no se deja ver
Hay varias maneras de intentar capturar este riesgo estructural.
Una de ellas es la que producen las agencias calificadoras. Moody’s, S&P y Fitch asignan notas que buscan medir la capacidad y la voluntad de pago de un gobierno, lo que se conoce como calificación soberana. Analizan el tamaño y la salud de la economía, revisan las cuentas fiscales, miran al banco central con lupa y evalúan estabilidad política, calidad institucional y vulnerabilidades externas. El problema es que estas calificaciones cambian despacio. Para cuando una agencia anuncia una baja, el mercado ya la había descontado.
Otro método consiste en comparar el rendimiento de un bono soberano con el de un título casi libre de riesgo, típicamente uno del Tesoro estadounidense. JPMorgan convirtió esa lógica en el EMBIG, un índice que promedia cuánto más caro les cuesta a los países emergentes financiarse en dólares vs. lo que le cuesta al gobierno americano. Es útil, pero imperfecto: los diferenciales de rendimiento pueden distorsionarse por falta de liquidez, rebalanceos de ETFs o simples detalles de estructura del bono. A veces el EMBIG no mide riesgo, sino ruido.
La tercera herramienta -y la más relevante hoy- son los Credit Default Swaps (CDS soberano), una especie de seguro que paga si un país entra en default. El spread del CDS es la prima anual que un inversionista paga por protegerse. Por eso el spread del CDS se ha convertido en la referencia moderna del riesgo país, con una ventaja crucial: se actualiza minuto a minuto.
Entre todos los CDS, el más observado es el de plazo a cinco años. Ese es el punto donde confluyen la coyuntura política y los fundamentos domésticos. Es lo suficientemente largo para reflejar solvencia, pero lo bastante corto para captar tensiones inmediatas. El CDS a un año refleja nervios. El de diez años, especulación. El de cinco años, país.
Lo inesperado: los emergentes respiran mejor
Lo contraintuitivo es que, en un mundo más incierto y volátil, muchos mercados emergentes están viendo caer su riesgo país. El CDS a cinco años de varias economías que solían ser sinónimo de turbulencia hoy muestra una percepción más estable.
Hay razones de fondo. Muchos emergentes ya no dependen del financiamiento en dólares; han fortalecido sus mercados locales y reducido su exposición a choques cambiarios. Sus bancos centrales actuaron antes que la Reserva Federal, contuvieron la inflación y, quizá lo más decisivo, la geopolítica está reescribiendo el mapa industrial: India, Indonesia, Vietnam, Polonia, México se han vuelto alternativas reales para cadenas de suministro en búsqueda de resiliencia.
Y lo más inesperado: los desarrollados se tambalean
A la par, algo que parecía impensable hace no tanto: el riesgo país ha subido para algunas economías avanzadas, especialmente Estados Unidos. No porque su capacidad de pago esté comprometida -eso sería otra historia-, sino porque sus instituciones muestran grietas. Las crisis recurrentes del techo de la deuda, la incapacidad del Congreso para aprobar presupuestos, el aumento del déficit y la polarización política han deteriorado lo que alguna vez fue el estándar dorado de estabilidad.
Es una lección incómoda: la estabilidad no es un derecho adquirido, ni está reservada para los países ricos. Hoy pesa más la calidad institucional que el PIB per cápita.
El riesgo país como espejo y como freno
El riesgo país no es un veredicto ni un castigo: es un espejo. Refleja las decisiones que se toman en un país, las instituciones que lo sostienen y la credibilidad que construye -o que desgasta. Además, es un recordatorio incómodo de algo que a los gobiernos no siempre les gusta admitir: el mercado, a través de este indicador, suele ser el único disciplinador efectivo ante políticas domésticas erráticas. Cuando el rumbo fiscal se desvía, cuando la autonomía institucional se debilita o cuando la improvisación sustituye a la técnica, el riesgo país no espera comunicados oficiales: reacciona y lo hace donde más duele, encareciendo el financiamiento e imponiendo límites que la política a veces evita.
En un mundo donde incluso las economías más grandes ya no están blindadas, fortalecer la estabilidad fiscal, la autonomía monetaria y la responsabilidad institucional no es una recomendación técnica: es una inversión colectiva. Una que, si la hacemos bien, nos protegerá cuando el ciclo vuelva a ponerse en contra.