México frente al espejo del Nobel: Crecer sin innovar no es crecer

Cada octubre, el mundo vuelve los ojos a Estocolmo para conocer a los ganadores del Nobel de Economía. Aunque, en rigor, este premio no pertenece a la lista original de Alfred Nobel. Fue creado en 1968 por el Sveriges Riksbank, el banco central de Suecia, para celebrar sus 200 años. Desde entonces, el Premio en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel ha distinguido ideas que cambian la manera en que entendemos cómo funcionan las economías modernas.
Pero me estoy desviando… El Nobel 2025 fue para Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt, tres economistas que, desde perspectivas distintas, respondieron a la misma pregunta: ¿cómo lograr que el crecimiento económico sea sostenido en el tiempo?
Su respuesta es tan simple como disruptiva: el progreso duradero ocurre cuando el conocimiento fluye, la innovación se renueva y la sociedad acepta la incomodidad del cambio.
Mokyr y el origen de la revolución permanente
Joel Mokyr explica cómo la humanidad salió del estancamiento secular gracias a un giro cultural: la unión entre ciencia, práctica e instituciones que toleraron la disrupción. Antes de la Revolución Industrial, los avances eran esporádicos —el molino, la imprenta, la brújula—, pero no acumulativos. Fue la Ilustración la que rompió el ciclo: el conocimiento científico empezó a retroalimentarse con la técnica y viceversa. El autor llama a esto “retroalimentación virtuosa entre ciencia y tecnología”. Esa combinación de curiosidad intelectual, competencia mecánica y apertura cultural convirtió al progreso en un proceso continuo.
Aghion y Howitt: crecer destruyendo
Décadas después, Philippe Aghion y Peter Howitt formalizaron esta intuición en su teoría del crecimiento por destrucción creativa, inspirada en Schumpeter. Su modelo describe cómo las economías avanzan cuando nuevas ideas sustituyen a las viejas, incluso si eso implica pérdidas temporales.
En su visión, cada innovación destruye parte del valor existente, pero impulsa la productividad agregada. La clave está en mantener un equilibrio dinámico entre competencia e incentivos: si los incumbentes se protegen, el progreso se detiene; si el caos domina, los emprendedores no invierten. Crecer sostenidamente exige riesgo y renovación.
El modelo es más que teoría: ofrece un marco de política pública. Muestra cómo la competencia, las patentes, el capital humano y el financiamiento al emprendimiento determinan la velocidad del cambio tecnológico y, por ende, el bienestar a largo plazo.
México: innovar a pesar de todo
Creo que México se ve en este espejo y la imagen es incómoda. No porque falte talento, sino porque nuestro sistema no deja que el conocimiento circule libremente. Mientras las economías más avanzadas invierten entre 2% y 3% del PIB en investigación y desarrollo, México destina apenas 0.3%, y esa proporción lleva dos décadas estancada.
La innovación ocurre, pero de manera dispersa: en laboratorios públicos que carecen de fondos, en startups que sobreviven sin crédito, o en comunidades rurales que reinventan procesos productivos con recursos mínimos. El ingenio existe, pero no está conectado ni escalado. A diferencia de las economías que consolidaron sus revoluciones tecnológicas, México crece por episodios: se moderniza en sectores específicos, pero no genera una dinámica sostenida.
En mi opinión, tres factores explican este rezago:
- Débil puente entre ciencia y empresa. Universidades e industria viven en mundos paralelos. La investigación no se traduce en productividad, y las empresas dependen de tecnología importada.
- Educación técnica insuficiente. La manufactura mexicana compite por costo, no por conocimiento. Faltan técnicos, ingenieros y diseñadores industriales que sean los “inventores prácticos” que Mokyr valoraba.
- Instituciones que castigan el cambio. La burocracia y la concentración económica limitan la competencia. El resultado es una economía demasiado oligopólica para innovar y demasiado informal para escalar.
El papel del Estado y la sociedad
Aquí el Nobel ofrece una lección que vale para todos los bandos: ni el mercado por sí solo, ni el Estado en solitario, pueden generar innovación sostenida. Las experiencias exitosas —de Corea hasta Alemania o Finlandia— combinaron mercado y planificación, competencia y política industrial. La innovación florece cuando el Estado actúa como socio del riesgo, no como espectador; cuando crea las condiciones para que las empresas innoven, pero también para que la innovación se distribuya socialmente.
México aún carece de una política industrial coherente, sostenida más allá de un sexenio. Tenemos parques tecnológicos, programas de becas e incentivos fiscales, pero sin continuidad ni articulación.
Un verdadero “pacto nacional por la innovación” implicaría tres compromisos:
- Que el Estado invierta de forma constante en ciencia aplicada y formación técnica.
- Que las empresas asuman su papel como generadoras de conocimiento, no solo ensambladoras.
- Que la sociedad vea la educación, la curiosidad y el debate como bienes públicos, no privilegios.
Innovar para incluir
Innovar no significa solo producir más, sino producir mejor y distribuir distinto. Los países que han logrado prosperidad sostenida son los que transformaron la productividad en bienestar. Sin equidad, la innovación solo concentra rentas; con inclusión, multiplica oportunidades.
Por eso, la discusión no es técnica, sino ética. El desafío de México no es solo atraer fábricas, sino crear conocimiento propio y traducirlo en mejores vidas: empleo formal, salarios dignos y servicios públicos de calidad. Sin esa base, cualquier nearshoring será apenas una versión más sofisticada de la maquila.
La dimensión cultural
Mokyr insiste en que la Ilustración no solo cambió las instituciones, sino la actitud social frente al conocimiento. En México, esa actitud sigue dividida: el discurso oficial celebra la ciencia, pero la desconfía cuando cuestiona el poder. La cultura empresarial admira la innovación, pero teme a la competencia. El ciudadano promedio celebra el ingenio, pero se resigna a la informalidad.
La gran paradoja mexicana es que hay talento de sobra, pero un ecosistema que no lo deja fluir ni chocar. Sin conflicto no hay creación. Sin destrucción, no hay progreso.
En toda crisis hay que buscar una oportunidad
La enseñanza más poderosa del Nobel 2025 es que toda crisis, si se gestiona con instituciones abiertas y conocimiento acumulado, puede convertirse en semilla de cambio. El progreso no es silencioso: se construye entre tensiones, desacuerdos y fracasos. Los países que aprenden a transformar ese ruido en energía productiva son los que se reinventan.
México no necesita más discursos sobre productividad, sino un proyecto para fomentar la innovación. Porque, al final, crecer sin innovar no es crecer; e innovar sin incluir, tampoco.
