El caos aplaudido y la estabilidad ignorada
Vivimos un momento incómodo: parece que el mundo está premiando el desorden justo cuando más necesitaríamos que las cosas se hicieran en serio. Durante décadas, la receta sonaba fácil: a los países les va bien cuando cuidan sus instituciones, dejan trabajar a quienes regulan y no cambian las reglas a mitad del partido. Pero en el entorno actual, lleno de ruido político, incertidumbre y fragmentación, esa fórmula parece haberse puesto de cabeza. El caos no solo se ha normalizado: en algunos casos, los mercados hasta se comportan como si les encantara.
Basta ver lo que hacen las grandes potencias para entender qué tan raro se puso todo. Estados Unidos cuestiona la independencia de su banco central y financia déficits gigantescos, sin un castigo de mercado tan claro como el que esperaríamos. Europa navega entre fragmentación política, brotes de proteccionismo y un futuro incierto para su unión fiscal. China enfrenta un modelo agotado y responde con más control estatal y más opacidad, no con reformas. Lo sorprendente no es cómo se comportan, sino que el mundo se lo aguante: son demasiado grandes para ignorarlos y demasiado estratégicos como para castigarlos de verdad.
Durante décadas no fue solo una intuición: la teoría económica y una montaña de evidencia mostraron que las economías crecen más y atraen mejor inversión cuando reducen la incertidumbre, respetan la independencia de sus instituciones y ofrecen reglas claras. Esa combinación baja las primas de riesgo, anima a las empresas a invertir a largo plazo y reduce la tentación de salidas de capital cuando vienen las crisis. Era la lección repetida en papers, en informes y en clases de economía, casi como sentido común.
Lo desconcertante del momento actual es que muchos gobiernos actúan como si esa lección ya no aplicara. Se toleran déficits persistentes, se presiona a los bancos centrales, se improvisan cambios regulatorios y, mientras no haya una crisis abierta, parece que la economía aguanta. Es como si varias décadas de probar qué funciona y qué no se hubieran archivado temporalmente.
El problema es que esa lectura cómoda no termina de ser cierta. A corto plazo, el caos incluso parece gratis. La economía global sigue creciendo, aunque poco. Las bolsas —empujadas por la euforia de la inteligencia artificial— todavía encuentran motivos para ilusionarse. Y los gobiernos se permiten políticas fiscales y comerciales que hace una década habrían sonado a experimento temerario. Lo que está pasando no es que el desorden genere crecimiento. Es que el mundo, por ahora, actúa como si pudiera tragarse todo ese desorden sin consecuencias, aunque la historia muestra que tarde o temprano la factura llega. Esa cuenta suele pagarse en más volatilidad, en menos inversión de largo plazo y en un crecimiento más bajo durante años.
A mediano plazo, la historia cambia. En un mundo donde la volatilidad se vuelve normal y la política se mete cada vez más en la economía, los que ganan no son los más fuertes ni los más escandalosos. Son los pocos que siguen siendo predecibles cuando todos los demás fallan. La estabilidad deja de ser un lujo teórico y se convierte en algo que casi no se encuentra. Y cuando algo escasea, se paga caro.
Una y otra vez, cuando Estados Unidos discute sustituir al presidente de la Fed en plena tensión inflacionaria, tiende a aumentar la búsqueda de refugios más estables. Cada vez que China aprieta el control interno, una parte del capital mira hacia países donde las reglas se sienten más confiables. Cuando Europa se fragmenta, es frecuente que los flujos se muevan hacia lugares que prometen continuidad regulatoria. No porque sean perfectos, sino porque dan menos miedo. En apariencia, el caos premia a los que aguantan el ruido; a la larga, el crecimiento sostenido premia a los que se atreven a sonar distinto.
¿Quién está aprovechando de verdad todo este desorden? No son los que más ruido hacen, sino los que se mantienen previsibles. Canadá no es la economía más dinámica, pero es de las más previsibles, y con eso le alcanza para atraer inversión en sectores estratégicos. Australia ha convertido estabilidad regulatoria y claridad fiscal en algo muy parecido a una política industrial. Corea del Sur entendió hace tiempo que su ventaja no es ser grande, sino ser confiable en cadenas de suministro críticas. Varios países del Sudeste Asiático han logrado atraer inversión, entre otras cosas, porque no estorban mientras otros insisten en “dirigir” al mercado y, al final, solo logran espantarlo. No son casos aislados: buena parte de la evidencia sobre inversión extranjera sugiere que la calidad de las reglas y la estabilidad pesan casi tanto como el tamaño del mercado.
En un mundo desordenado, la ventaja no es la perfección institucional, sino la previsibilidad mínima. No hace falta ser Dinamarca; basta con no convertirse en el riesgo que las empresas ponen en rojo. ¿Y México? En este desorden global, ¿de qué lado de la historia quiere estar? Estar del “lado ganador” no tiene que ver con discursos épicos, sino con algo mucho más concreto: cuánta inversión de largo plazo decide llegar y quedarse aquí.
México llega a este momento global con una oportunidad enorme: geografía privilegiada, cercanía e integración con Estados Unidos, potencial de nearshoring y un tratado comercial que podría asegurar inversiones por muchos años. Esa oportunidad, sin embargo, convive con una fragilidad institucional que se siente cada vez más: pleitos regulatorios, dudas sobre el sector energético, presiones políticas sobre el Estado de derecho y un T‑MEC que se va a revisar en 2026, justo cuando más haría falta certeza. La ventana está abierta, pero el piso se mueve.
El año que entra no solo definirá el futuro del comercio en Norteamérica; también decidirá si México se sienta en la mesa de los países que dan confianza o en la de los que generan dudas. Si Estados Unidos se vuelve más errático y China menos confiable, México podría ocupar ese espacio intermedio, razonable y cercano que muchas empresas están buscando. Ese lugar no se obtiene por decreto ni por geografía: se gana cuando las empresas dejan de preguntarse cada seis meses si las reglas van a cambiar.
No se trata de construir instituciones perfectas ni de intentar reinventar el país en dos años. Se trata de algo más sencillo y urgente: que las reglas no cambien en la madrugada, que los contratos no se vuelvan negociables y que los reguladores no sean noticia. En un mundo tranquilo, tener reglas claras y reguladores serios es un extra. En un mundo caótico, son casi como un seguro de vida. El caos no premia a los santos; premia a los que no dan sustos.
Cuando el mundo se vuelve más incierto, la verdadera ventaja estratégica no es crecer más rápido, sino ofrecer certidumbre cuando otros no pueden. México no tiene que ser el modelo perfecto; lo que tiene que ser es el país que da confianza en un momento en que casi nadie la da. Las ventanas de oportunidad no esperan a nadie. El caos global ya abrió una. Lo decisivo ahora es si México puede —y quiere— convertirse en uno de esos países que, en medio del ruido, dan menos miedo que el resto.