Mitos sobre la inversión física y el crecimiento económico

La caída reciente de la inversión fija bruta es preocupante y no debe soslayarse; hay que recuperarla. Pero tampoco es del todo correcto afirmar que es la panacea del crecimiento económico.
27 Noviembre, 2025
Inversión.
Inversión.

Los datos recientes sobre la inversión fija bruta son preocupantes. La información del INEGI muestra que, con datos desestacionalizados, en agosto de 2025 la inversión en bienes para la producción tuvo su peor caída desde agosto de 2020. En ese mes la inversión fija bruta en México cayó 8.86% anual (con cifras originales, es decir, sin desestacionalizar, la inversión fija bruta cayó 10.4%).

La construcción no residencial tiene su retroceso más pronunciado con datos ajustados por estacionalidad desde agosto de 2020 e hiló también 13 meses con retrocesos a tasa anual. Un factor clave de la caída de la inversión en construcción no residencial, es el menor gasto público en infraestructura física en el primer año de la administración de Claudia Sheinbaum. El componente integrado por el gasto en maquinaria y equipo cayó 10.5% anual, sumando ocho meses con reducciones a tasa anual. Al interior, la inversión en bienes nacionales se contrajo 9.2% y la realizada en bienes importados se redujo 11.9%. Respecto al mes previo, el indicador se contrajo 2.70% tan sólo en agosto, según datos del INEGI. 

El grueso de los analistas considera que este retroceso refleja el impacto negativo de la incertidumbre por las reformas constitucionales en México aprobadas en la segunda mitad de 2024, en particular aquéllas para eliminar organismos autónomos y la del Poder Judicial. Estiman que este año la inversión fija bruta se contraerá 5.8%.

Ya empezamos a ver los resultados. La economía mexicana experimentó una contracción de 0.19% en el tercer trimestre de 2025, en términos anuales y con cifras ajustadas por estacionalidad de acuerdo con el INEGI. Para ponerlo en perspectiva, la contracción del Producto Interno Bruto (PIB) es la primera en presentarse desde el cuarto trimestre del año 2021 (cuando observó una caída de 0.9% a tasa anual). Ello interrumpió la modesta racha positiva de 17 trimestres y confirma un debilitamiento consistente desde el primer cuarto del año pasado cuando se comenzó a atenuar el crecimiento del PIB a 3.9%, por debajo de observado entre octubre y diciembre del año 2022 (4.6%). 

Desafortunadamente, será hasta el 19 de diciembre cuando conozcamos el desglose de oferta y utilización de servicios correspondiente al tercer trimestre de 2025. Ahí apreciaremos con toda claridad el impacto de la caída en la inversión (y probablemente del estancamiento del consumo privado) en el PIB. No auguro nada bueno.

La debilidad reciente de la inversión fija bruta no puede soslayarse. Por simple aritmética del crecimiento, menos inversión física hoy se traduce en un acervo de capital menor mañana y, por tanto, en un producto por habitante o por trabajador más bajo (menor productividad), a pesar de la fuerte caída que ha registrado el empleo formal. Esta realidad debe reconocerse con claridad antes de cualquier matiz: hay que invertir más. Lo que bien más adelante no niega esa urgencia. 

Sin embargo, en México solemos tomar el pulso de la actividad económica, el empleo y el crecimiento económico mirando la inversión fija bruta. No es capricho: cuando empresas, y en menor medida el gobierno, compran maquinaria, levantan plantas o construyen obras, se activan empleos y la producción. El problema es que nuestra inversión ha sido débil y errática por años; y frente a esa historia, la receta “hay que invertir más” suena inevitable. 

Pero lo que deseo destacar es que la inversión fija bruta, por definición, son “fierros”. Solo invertir en fierros no basta para sostener una tasa de crecimiento más alta con el tiempo. 

Para entender esto imagine que estamos en una rampa móvil que avanza a velocidad constante (o que tiene una pendiente o inclinación positiva). Comprar máquinas o construir una carretera es parecido a dar un brinco hacia adelante sobre esa rampa: en un instante quedamos más arriba. Sin embargo, la rampa sigue moviéndose a la misma velocidad que antes (la inclinación, si es que la tiene es la misma). Por un rato, el movimiento se siente más rápido; con el tiempo, el cuerpo se adapta y volvemos al ritmo de siempre (a la velocidad anterior). 

Esta es la intuición detrás de la teoría neoclásica del crecimiento económico (que hizo merecedor a Robert Solow del Premio Nobel por sus importantes contribuciones a las teorías del crecimiento económico exógeno). En la década de 1950, Solow desarrolló un modelo matemático que ilustra cómo diversos factores pueden contribuir al crecimiento económico nacional sostenido. A partir de la década de 1960, sus estudios ayudaron a persuadir a los gobiernos a canalizar fondos hacia la investigación y el desarrollo tecnológico para impulsar el crecimiento económico.

[Por cierto, en 1928 Frank Ramsey desarrolló una versión más avanzada en un modelo de optimización intertemporal en donde los agentes escogen de manera óptima intertemporal su consumo, su ahorro y la inversión. En este modelo, la tasa de ahorro o inversión es endógena, mientras que en el modelo de Solow es exógena (un supuesto dado que no es explicado por el modelo). En ambos modelos la predicción es la misma, la inversión empuja hacia un nivel más alto de ingreso por persona, pero no alteran la pendiente o la tasa de crecimiento de largo plazo. Dado que la tasa de ahorro-inversión es una decisión óptima, la “regla de oro de Ramsey” es incluso más severa: si se ahorra e invierte por encima de cierto punto, el consumo de largo plazo cae. No solo no crecemos más rápido: podemos empeorar el bienestar futuro].

Surge entonces una objeción razonable: ¿no es cierto que al invertir en “nuevo capital” suele venir “nueva tecnología” incorporada —máquinas más eficientes, software capaz, equipos “inteligentes”? Sí: mucha inversión moderna es tecnología encarnada (o incorporada) en bienes de capital nuevos y, además, genera aprendizaje en su uso. Pero ese canal no es automático ni garantiza por sí mismo una tasa más alta y sostenida. Para que la tecnología incorporada en la nueva inversión se traduzca en una aumento persistente de la productividad agregada hacen falta activos complementarios como el capital humano que domine la herramienta, una organización de la producción que cambie procesos, se requieren datos y estándares que permitan replicar lo aprendido, y un entorno competitivo que premie el esfuerzo de invertir en esto último.

Asimismo, se hace necesario un clima de negocios favorable, lo cual incluye la certidumbre, el respeto a los contratos y la propiedad privada e intelectual y que prevalezca y se cumpla la ley (el estado de derecho, la democracia y la fortaleza de instituciones y entes reguladores autónomos). La evidencia empírica al respecto es abrumadora: si faltan esos complementos, la tecnología se subutiliza y la inversión vuelve a ser, esencialmente, un salto de nivel. Por el contrario, con estos complementos un mismo monto de inversión se convierte en una mayor pendiente: cada peso invertido hoy vale más mañana porque el sistema aprende y lo multiplica.

Es aquí donde viene a colación el vuelco intelectual que mereció a Paul Romer el Premio Nobel de Economía en 2018 por su contribución a la teoría del crecimiento endógeno. En el fondo, los recursos escasos; la naturaleza impone restricciones, pero el conocimiento determina qué tan bien lidiamos con estas limitantes. Romer mostró cómo el conocimiento puede funcionar como motor del crecimiento de largo plazo y cómo las fuerzas económicas gobiernan la disposición de las empresas a producir nuevas ideas. Su teoría central de crecimiento endógeno explica por qué las ideas son diferentes a los bienes físicos (léase, a la inversión fija bruta) y requieren condiciones específicas para prosperar en el mercado. Los objetos obedecen la escasez; las ideas —sus “recetas”— son reutilizables y expansibles: una vez descubiertas, pueden replicarse a costo casi nulo. Por eso, cuando un sistema genera y difunde ideas, la pendiente de la rampa sí puede subir de manera sostenida.

Un ejemplo que Romer repite por su fuerza humana y su claridad técnica es el de la solución de rehidratación oral: una combinación sencilla de agua, glucosa y sales que salva vidas de forma masiva desde que se estandarizó en campamentos de refugiados en Bangladesh. La “receta” se replica en cualquier casa del mundo y su costo es mínimo. Ese es el poder económico de una idea: usar lo mismo de manera más valiosa. En palabras de Romer, la economía crece cuando las personas reordenan recursos de modo que valgan más. No “fabricamos” materia; la recombinamos.

Y conviene recordar que el Nobel 2018 de Romer fue compartido con William Nordhaus, quien subrayó el vínculo entre economía y naturaleza. Juntos, sus trabajos sugieren que progreso tecnológico y sostenibilidad pueden avanzar de la mano cuando las reglas —impuestos al carbono, mercados competidos, derechos de propiedad bien calibrados— alinean incentivos.

Aterricemos esto. Una autopista aislada acorta tiempos y está bien. Pero una autopista integrada con puertos sin congestión, aduanas digitalizadas y redes de datos baratas multiplican su efecto: reducen costos a cientos de empresas, integra a proveedores pequeños en cadenas más grandes y eleva la productividad del territorio entero. El cobro de piso y el derecho de paso vinculados con la inseguridad que vive nuestro país son un obstáculo al crecimiento y la productividad.

De igual modo, una fábrica nueva eleva producción hoy; un centro de diseño o de software asociado, que mejora procesos, documenta lo aprendido y lo comparte con proveedores, convierte esa inversión —y la nueva tecnología incorporada en las máquinas— en una plataforma perdurable. Un robot sin técnicos es una promesa a medias; con técnicos bien formados, cada robot se vuelve un laboratorio de mejora continua.

Aquí calza una intuición combinatoria que ayuda a dimensionar el fenómeno. Un ejemplo común en la literatura es considerar los 118 elementos de la tabla periódica con que trabajar, ¡el número potencial de combinaciones sería del orden de 118! (noventa y nueve factorial). ¿A qué es igual 118!? La respuesta:

468,452,584,975,429,065,657,431,236,280,838,416,439,267,950,499,862,031,533,310,318,788,629,800,927,518,416,622,330,123,618,486,343,228,862,579,684,398,745,837,012,213,486,653,229,822,121,742,374,957,258,403,779,058,860,032,000 trillones (en español). ¡Un número inmenso!

No es que todas las combinaciones sean útiles o factibles como sabemos de nuestras clases de química -la realidad impone restricciones-, pero la metáfora ilustra un punto crucial de la economía de las ideas: el universo de recombinaciones crece explosivamente conforme aumenta nuestro conocimiento y nuestra capacidad de combinarlas. Esa explosión combinatoria es la que permite que “cuanto más sabemos, más fácil es descubrir” nuevas soluciones.

Esta lógica conecta con la tradición de Schumpeter —hoy desarrollada por Philippe Aghion y Peter Howitt, quienes se hicieron acreedores al Premio Nobel de Economía en 2025 por su contribución a la teoría del crecimiento económico: el crecimiento duradero no es acumular más de lo mismo (estufas de leña o fierros), sino sustituir lo viejo por lo nuevo mediante la destrucción creativa. Las ideas y competencia, bien orquestadas, empujan a innovar y a difundir lo que funciona. La inversión, entonces, deja de ser solo “cemento y acero” para convertirse en una plataforma donde aprender, estandarizar y replicar mejoras. 

Llegados aquí, vale aclarar qué promete y qué no promete la teoría endógena. Su mensaje central es que la prosperidad surge de factores internos —capital humano, innovación, inversión estratégica— y que políticas públicas y decisiones privadas pueden elevar la pendiente si nutren la generación y difusión de ideas. Importan la Investigación y el Desarrollo (I+D), los derechos de propiedad intelectual bien diseñados, la competencia, la educación y la inversión en capital humano, y el emprendimiento. En una economía basada en conocimiento, los derrames de invertir en tecnología y personas siguen generando retornos; sectores como telecomunicaciones, software o biotecnología arrastran a muchos otros. 

También hay críticas: es difícil medir empíricamente todas las elasticidades y, en ocasiones, separar con nitidez causa y efecto. Pero la intuición que volvió influyente a Romer y Aghion y Howitt es convincente: cuanto más sabemos, más fácil es descubrir cosas nuevas. El optimismo no es ingenuidad: requiere reglas que premien la verdad, la apertura y la colaboración; de otro modo, la desinformación y la falta de confianza pueden entorpecer el flujo de ideas.

Eso lleva a un punto práctico: abrir el conocimiento, colaborar y alinear incentivos. Cuando el conocimiento es abierto, documentado y bien comunicado, se puede reutilizar y enriquecer. Las herramientas de código abierto y los cuadernos reproducibles -como los “Jupyter” (Una herramienta gratuita y de código abierto que utiliza para crear y compartir documentos de investigación que incluyen código, ecuaciones y visualizaciones) que el propio Romer ha promovido- facilitan que muchos contribuyan y verifiquen. La colaboración no es solo entre expertos; también incorpora aprendizaje desde las comunidades y la experiencia cotidiana.

Sin incentivos adecuados -desde patentes bien calibradas hasta compras públicas que paguen por desempeño- y sin confianza -reglas claras, rendición de cuentas-, la rueda de ideas pierde tracción.

Con todo esto, la pregunta relevante para México ya no es solo “¿cuánta inversión?”. La pregunta es :¿en qué y cómo invertimos para que cada peso rinda más con el tiempo? La respuesta pide constancia: personas (formación técnica, aprendizaje en el trabajo, reconversión de habilidades), conocimiento (I+D con problemas concretos, diseño de productos y procesos, transferencia tecnológica que deje manuales, datos y estándares), y reglas del juego (competencia que empuje a mejorar, apertura que difunda lo que sirve y compras públicas que paguen resultados medibles, no listas de marcas).

A lo anterior se añade lo menos vistoso: mantenimiento y operación. Un activo bien mantenido no solo dura más; disciplina al sistema a medir y resolver cuellos de botella, a documentar lo que funciona y a corregir lo que no. Así, la tecnología incorporada en muchos aspectos económicos, sociales y hasta políticos, no se “quema” en el primer uso: se documenta, se ajusta, se escala.

¿Puede haber casos en que la pura inversión física baste? Puede ser si la obra llega “empaquetada” con tecnología y aprendizaje: una red eléctrica estable que habilita digitalización industrial; puertos y aduanas que exigen estándares y publican datos desde el arranque; parques industriales con centros de certificación y formación dual; licitaciones que definen problemas y pagan por resultados. En esas condiciones, la obra es también un vehículo de ideas: lo que subrayó Romer (tecnología que se usa en muchos lugares) y lo que piden Aghion y Howitt (competencia que empuja a que lo nuevo desplace a lo viejo).  En otras palabras, la inversión encarna tecnología, y la política pública y la organización empresarial deciden si esa tecnología se convierte en pendiente o se queda en escalón (estancada).

Las tendencias demográficas agregan una oportunidad extra, o se convierten en una carga. Francamente, nunca he comprado el argumento del “bono demográfico2 de los “baby boomers”. Como quisiera que sea ya se agotó. Además, un país de jóvenes no garantiza crecimiento si la ola laboral llega con baja calidad e informalidad: el capital por trabajador se diluye o desperdicia (es equivalente a una depreciación del acervo de capital). Envejecerse no condena si elevamos el capital por trabajador, reentrenamos a la fuerza de trabajo, atraemos talento y, sobre todo, dotamos a la comunidad científica y técnica de herramientas —datos, cómputo, IA accesible— que multiplican su eficacia. 

En la lógica de Charles Jones, otro experto de reconocido prestigio en las teorías del crecimiento económico hace una alerta importante: puede existir un límite a los beneficios de la ideas y la innovación. Para Jones, lo que ancla la tasa de muy largo plazo no es cuántos investigadores hay hoy, sino que su número y productividad crezcan. 

Colofón mortal

Más inversión fija bruta es necesaria, dada la debilidad reciente, pero no es suficiente. Lo decisivo es lograr que cada nueva inversión traiga tecnología útil y que el sistema la absorba y la multiplique, con ideas que se repliquen y reglas que premien la mejora continua. Si nuestras políticas y organizaciones responden a esa pregunta, la rampa se moverá más rápido dentro de varios lustros años o un par de décadas.

Y ahí viene la “renegociación” (sin no es que imposición o cancelación) del TMEC. El libre comercio internacional es fundamental por muchas razones. Permite adoptar tecnologías del resto del mundo, promueve la inversión extranjera directa, permite aprovechar la relocalización (hasta ahora, “mere-choring” o “puro choro”). En 1950, Jacob Viner enfatizó en 1950 los temas de “creación y destrucción de comercio internacional”: 

La creación de comercio es el beneficio económico que surge cuando un acuerdo de libre comercio conduce a un nuevo comercio entre países miembros, a menudo sustituyendo la producción nacional de mayor costo por importaciones de menor costo. En cambio, la desviación comercial ocurre cuando un tratado comercial provoca que un país traslade sus importaciones de un proveedor no miembro más eficiente a un proveedor miembro menos eficiente pero más barato de importar, lo que puede reducir el bienestar económico.

Otra contribución de Viner fue señalar que el comercio en mercancías es un sustituto para el intercambio de insumos como mano de obra, capital, tecnología y recursos naturales, como si las fronteras estuvieran abiertas y existiese libre movilidad de factores.

La soberanía está mal entendida. No significa abstraerse del resto del mundo, vivir en autarquía o ser autosuficiente. Además, es claramente ineficiente por dónde se le vea. Ningún país, y mucho menos un gobierno, lo puede todo en aislamiento. Por el contrario, significa aprovechar en beneficio del país lo que hay en el resto del mundo. Aprovechar nuestras ventajas competitivas, el avance tecnológico que ocurre en otros países, aprender haciendo, aprovechar el conocimiento y la experiencia de otras naciones más exitosas, colaborar con otras naciones.

Aquí no hay nada ideológico. Se trata de aprovechar lo que hay y de ser parte del progreso económico. No es un tema de derechas o izquierdas. Es una tema de lo que funciona y lo que no ha funcionado. Es un tema de buenas políticas púbicas y económicas y malas políticas. Decidir entre lo que nos ayuda a progresar. Entre patriotismo y renunciar a un México mejor renunciando a un futuro que puede ser verdaderamente promisorio por enarbolarnos en la bandera nacional con actitudes patriotera. 

Hay que empezar ya, pero desafortunadamente, el actual gobierno está haciendo hasta lo imposible no sólo para no crecer, sino para retroceder. Si solo contamos tornillos, concreto y fierros; volveremos a confundir un salto con una pendiente.

La 4T se ha encargado de destruir las posibilidades de crecer. No vamos a crecer. Tal vez ni siquiera recuperemos lo perdido en los últimos siete años. La pregunta es cuánto más podemos sobrevivir así en el siglo XXI.

Sin crecimiento económico no puede haber desarrollo económico y social, no puede haber redistribución del ingreso ni mayor igualdad. Quitarles a unos para darle a otros distorsiona incentivos y es injusto. La bandera de la “justicia social” es demagogia. Es un camino de no retorno que sólo empobrecerá más a México. ¿No qué primero los pobres?

Para los interesados en estos temas, recomiendo, como una versión asequible y sin demasiadas complicaciones matemáticas, el libro de Xavier Sala-i-Martin (2022), “Apuntes de Crecimiento Económico”, Segunda edición, Editor Antony Bosch, Madrid.
 


Esta columna fue inspirada por varios artículos recientes de Isaac Katz. Destaco el último: “El crecimiento sí importa”, publicado en El Economista, 21 de noviembre de 2025.

Abraham Vela Dib Abraham Vela Dib Economista por el Tecnológico de Monterrey, maestro en Economía por el Colegio de México y doctor en Economía por la Universidad de California en Los Ángeles. Fue presidente de la Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro (CONSAR) desde 2018 hasta 2021. Antes, trabajó en el Banco de México y la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Actualmente es profesor en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM).

Archivado en