Un virus hecho en China
Junto con la mayoría de mis compañeros europeos que lo desaprueban, espero con ganas de ver la pronta salida de Donald Trump. Pero considero que hay una política en donde generalmente tenía razón: la de China.
Durante la mayor parte de su presidencia, la política hacia China consistió en pedirle cuentas sobre la manipulación del tipo de cambio, el robo de propiedad intelectual, el expansionismo en el Mar de la China Meridional, los abusos del medio ambiente, la persecución de la minoría uigur, la represión de activistas de derechos civiles en Hong Kong y el persistente autoritarismo comunista.
Luego, en 2020, emergió una nueva preocupación: Covid-19, que Trump pronto etiquetó como “el virus chino”.
Ya que Trump es un xenófobo odioso y payaso, muchos medios se apuraron a calificar el término como racista. Varios relatos de agresiones verbales sufridos por chinoamericanos fortalecieron el argumento en contra de su uso. La Organización Mundial de la Salud (OMS), siguiendo su política del 2015 sobre la nomenclatura de los virus, pidió que no se fijara la enfermedad a ninguna nación, una línea parafraseada por la Unesco como: “Los virus no tienen nacionalidad”.
Esa idea es linda, pero simplista. Ha impulsado tales absurdos como el de la prestigiada revista británica Nature, cuando se disculpó por el “error” de “asociar el virus con Wuhan y con China” –como si el brote inicial no hubiera sucedido en Wuhan–.
Aunque los orígenes exactos de Covid-19 están todavía por determinarse, ambas teorías rivales indican la culpabilidad china.
La teoría A sostiene que Covid-19 contagió a seres humanos en un “mercado mojado” de animales vivos en Wuhan. El problema de los mercados mojados chinos es la inclusión común de animales exóticos, con los que la gente raramente tiene contacto y cuyas enfermedades por lo tanto son especialmente peligrosas, ya que los humanos no han tenido oportunidad suficiente para desarrollar inmunidad a ellas.
Otro problema es que las autoridades chinas han fallado en regular tales ventas. Esto a pesar del antecedente del virus SARS del 2002, que probablemente tuvo origen en un mercado mojado chino y –tras intentos del gobierno chino a ocultarlo– procedió a matar a unas 800 personas.
La teoría B sostiene que Covid-19 se originó en un laboratorio científico y de alguna manera escapó. Esta teoría fue popularizada por el secretario de Estado de los EU, Mike Pompeo, en mayo. En ese momento, sonó como una teoría conspirativa más de las muchas que Trump y sus secuaces han soltado, así que la mayoría de los medios la descartó.
Sin embargo, la teoría B ha procedido a lograr una cierta aceptación en ámbitos más respetables, como el think-tank Atlantic Council. En junio, el ex director del Servicio de Inteligencia Secreto británico (MI6), Richard Dearlove, aseveró públicamente que la creyó. En noviembre, un microbiólogo de Stanford escribió que había que tomarla en serio.
Cualquiera que sea la teoría correcta, el gobierno chino primero intentó ocultar el brote, castigando al doctor que lo había revelado el 30 de diciembre. Luego afirmó, a pesar de las muchas evidencias de lo contrario, que había poca o nula transmisión entre humanos –una mentira que la OMS ingenuamente difundió–.
No fue hasta el 20 de enero que el presidente Xi Jinping admitió la severidad del virus. Ya para esa fecha –ahora sabemos– Covid-19 ya había contagiado a miles de chinos y había llegado en Tailandia, Japón, Estados Unidos y Francia.
Irónicamente, el verdadero y extendido fenómeno de la sinofobia le sirve al Estado chino, ya que les otorga a sus líderes una protección: cualquier intento de vincular a Covid-19 con China puede ser socavado con cargos de “¡racismo!” –cargos que los medios y universidades estadounidenses, bien intencionados pero propensos a la censura, han estado más que dispuestos a lanzar–.
Pero geográfica, cultural (como argumenta el distinguido académico chino Yi-Zheng Lian) y sobre todo políticamente, Covid-19 sí es un “virus chino”. Podemos optar por no llamarlo así, pero no debemos castigar a los que atinadamente lo hacen.
En cualquier caso, no debemos perder de vista la génesis de Covid-19, ni de la lección de política exterior que nos enseña: no se puede confiar en Pekín.