Entre empresarios, académicos y observadores existe la idea generalizada de que la reforma fiscal que planteó el gobierno y aprobó el Congreso en noviembre pasado fue un fiasco.
Esta idea subyace porque se piensa -y no sin razón- que en términos generales los costos para los ciudadanos, derivados de las nuevas medidas fiscales aprobadas, son mucho más elevados que los beneficios que obtendrán los propios ciudadanos en el mediano plazo. Un juego de “perder-perder” para quienes en las últimas décadas no han visto una retribución directa de los cambios en la política fiscal en su nivel de bienestar; mientras que el gasto corriente del gobierno se ha elevado fuertemente en la última década, sin control.
Ahora, los cambios fiscales que se vienen aplicando en este año están lejos de aquella reforma fiscal integral que prometió el candidato Enrique Peña Nieto en su libro México, la gran esperanza, en el que se planteaban no sólo cambios en la estructura tributaria para generar mayores recursos al fisco sin lastimar a la población más vulnerable, sino también modificaciones de fondo en materia del gasto público, del uso de los subsidios, de la relación de la Federación con los estados y de la rendición de cuentas y transparencia en el uso de los recursos públicos. Un verdadero asomo de reforma hacendaria fue lo que pregonó Peña Nieto en sus actos de campaña; muy lejos de lo que finalmente presentó al Congreso y lo que aprobaron los legisladores en noviembre pasado.
Se ha dicho que en aquel momento, el candidato Peña Nieto retomó varios de los planteamientos de reforma fiscal sugeridos por los economistas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que encabeza José Ángel Gurría. De hecho, la propia OCDE publicó en julio de 2011 una serie de recomendaciones sobre la reforma fiscal que necesitaba el país (“La reforma fiscal para una economía mexicana más fuerte, más justa y más limpia”). Finalmente, muy poco de ello se plasmó en la llamada reforma fiscal que aprobó el Congreso.
Dado que no se amplió la base gravable, ni se aplicaron medidas para hacer frente a la enorme informalidad, ni se tocaron los impuestos al consumo (excepto en las zonas fronterizas), las nuevas medidas aprobadas apenas si le darán al fisco alrededor de un punto porcentual adicional del PIB, casi tres veces menos de lo esperado inicialmente. Una situación agravada por la recesión económica que afecta al país prácticamente desde el inicio del gobierno.
Peor aún. El asunto es que ese punto adicional en la recaudación se está consiguiendo a la vez que se frena la economía por el incremento en los impuestos al ingreso de las familias y de las empresas. Dicho de otra manera, se aprobó una transferencia de riqueza adicional de los particulares hacia el gobierno afectando el comportamiento de gasto e inversión de las familias y empresas en el corto plazo.
Claro que el gobierno no ha aceptado esa explicación para la recesión. El subsecretario de Ingresos, Miguel Messmacher, ha dicho que la reforma fiscal no es la causa del magro comportamiento económico de los primeros meses del año, sino más bien la caída de la producción manufacturera en Estados Unidos. Ya en una situación similar el año pasado, los mismos funcionarios hacendarios negaron que el manejo del gasto público fuera la causa de la caída en el crecimiento; cuestión que aceptaron parcialmente meses adelante. Pero la percepción de la población y de los economistas independientes es otra, como lo mostramos aquí ayer.
Claramente Peña Nieto y Videgaray se equivocaron en el planteamiento de una reforma fiscal, no sólo incompleta, sino incongruente con un plan de reformas que -se dice- busca generar crecimiento y confianza. El “Acuerdo Fiscal” que publicó el gobierno en febrero fue la reiteración y prolongación de un error que, tarde o temprano, tendrá que enmendarse bajo cualquier pretexto. En 2016 puede darse ese pretexto.