La semana pasada hice un ejercicio con mi bolsillo y con mi economía personal que, quizá, sea el caso de algunos de los lectores.
Me propuse llevar un registro de cuánto estaba gastando durante un día típico en dar propinas; una decisión que, por cierto, en México ya va más allá de solo premiar la buena atención o la prestación de un servicio personal.
En fin. A lo largo del día en que hice mi experimento las propinas llegaron, de diez en diez, a los setenta pesos. Diez pesos para el chico quien llenó el tanque de gasolina del coche. Otros diez más para quien lavó el auto en el Car Wash ese día. Otro ‘tostón’ para quien me lo entregó en un estacionamiento. Veinte más para el mesero durante el desayuno. Y, para cerrar el día, al ir al súper dejé otros diez pesos más para el empacador en la caja y los últimos diez al ‘viene viene’ del estacionamiento del súper. Ya previamente me había negado amablemente a que se me ayudara a llevar las bolsas al estacionamiento porque hubieran sido otros diez pesos más de propina.
Respeto a quienes tienen por costumbre dar limosnas en las esquinas a quienes lo piden con mucha frecuencia en prácticamente todas las calles céntricas de México. Yo no tengo esa costumbre por una cuestión de convicción personal, pero de hacerlo tendría que inflar aún más la bolsa destinada diariamente a las propinas y limosnas. Un cálculo rápido me dice que prácticamente al cabo de un mes destino un salario mínimo mensual al rubro de propinas en un día típico; claro, sin tomar en cuenta las comidas o desayunos de trabajo que debo atender con alguna regularidad en restaurantes en donde las propinas son mucho más elevadas.
El ejercicio sirve para ver solo un ángulo de la enorme informalidad que inunda la actividad económica en las calles del país. Aquel despachador de gasolina generalmente no tiene sueldo, vive de las propinas. Aquella mesera del Vips gana un salario mínimo insuficiente para vivir, así que depende de las propinas que recibe, aquel ‘viene viene’ de los estacionamientos en los centros comerciales no tiene ninguna relación laboral formal con la plaza comercial, como tampoco lo tiene el lavador de autos o el empacador del súper. Literalmente todos ellos se mantienen de esos pesos que los clientes voluntariamente desembolsamos adicionalmente, como en una especie de subsidio ciudadano para sostener la informalidad.
Y no son pocos. Como ellos, en estas y otras actividades, son millones. Los datos del Inegi nos dicen que el 28 por ciento de la población mexicana ocupada lo está en actividades informales; y el 59 por ciento de la población lo hace en condiciones de informalidad laboral. Empresas formalmente establecidas ocupan –directa o indirectamente- personal bajo modalidades informales, lo que explica porqué los asegurados al IMSS solo suman poco más de 16 millones, cuando la población ocupada supera los 52 millones, según los datos oficiales.
Y si bien todos padecemos, en alguna forma, la informalidad que domina la economía, paradójicamente han sido las políticas públicas de las últimas décadas las que han incentivado la multiplicación de la informalidad. Desde la ‘changarrización’ propuesta por el ex presidente Vicente Fox, hasta las complejas reglamentaciones municipales y federales que encarecen y limitan la creación de micronegocios.
Por eso la multiplicación de las propinas a repartir diariamente, no es otra cosa más que uno de los costos de la enorme informalidad de nuestra economía.