Decisiones en una pandemia. Apuntes desde Nueva York
No existe tal cosa como un desastre natural.
Quienes y cuantos de los miembros de una sociedad son afectados por un evento natural es, en buena medida, fruto de una serie de decisiones que como sociedad tomamos sobre la forma en que nos preparamos ante dichas eventualidades, así como la forma en que pensamos reconstruir una vez que éstas han pasado.
Esto, que es de conocimiento común entre los geógrafos sociales y que Neil Smith escribió tras los efectos del huracán Katrina en Estados Unidos, se vuelve de nuevo relevante ante la pandemia global desatada por el COVID-19.
Este proceso de toma de decisiones lleva a evaluar entre distintos riesgos, poniendo a las autoridades en el escenario de tener que elegir qué riesgos es necesario correr y cuáles no. Y a veces, en particular en sociedades sumamente desiguales, este cálculo implica aceptar que un grupo social tendrá que cargar con una mayor parte del costo del evento, o en su defecto, tendrá que ser expuesto por un mayor tiempo a los efectos negativos del mismo.
La pandemia actual nos está llevando a un punto en donde ese es el tipo de disyuntivas a las que se enfrentan las autoridades. Para poner un ejemplo, les platicaré de mi experiencia hace dos semanas como estudiante y profesor en la Ciudad de Nueva York.
El día ocho de marzo, sábado, el gobernador del estado de Nueva York anunció la declaratoria de estado de emergencia con el fin de movilizar recursos para lidiar con la emergencia del COVID-19.
A lo largo de ese mismo fin de semana, distintas universidades privadas situadas en la zona metropolitana de la Ciudad de Nueva York, entre las que se encuentran Columbia University, Princeton University, New York University, comenzaron a anunciar el cierre de instalaciones y el traslado de las clases a clases en formato digital.
Sin embargo, la universidad más grande la ciudad, la City University of New York (CUNY), no dio anuncio alguno en esas fechas. Es en dicha universidad en donde soy docente (en el City College of New York) además soy estudiante del programa doctoral en economía
Vale la pena dar unos datos para contextualizar el tamaño de la universidad que en un primer momento decidió no suspender clases y continuar como si no pasara nada. CUNY tiene inscritos alrededor de 274,906 estudiantes entre licenciatura (149,676), grados técnicos (95,275) y posgrados (29,995) en los 24 campus que componen a la universidad. Para darse una idea, la UNAM tiene 234,500 entre estudiantes de licenciatura (204,191) y estudiantes de posgrado (30, 310).
Lo que sabemos hasta hoy sobre el COVID-19 es que éste tiene una alta tasa de transmisión, y que puede ser transmitido por personas asintomáticas. De ahí que se haga tanto énfasis en las medidas de distanciamiento social, una de las cuales es el cierre de escuelas. Dejar de obligar a los individuos a desplazarse por la ciudad es una forma de reducir el potencial de contagio y de dispersión del virus.
Sin más información, pareciera entonces que la decisión de CUNY de no suspender clases era producto de una actitud negligente por parte de las autoridades de la universidad. De hecho, esa percepción llevó a una oleada de mensajes por redes sociales solicitando a la universidad suspender actividades. Sin embargo, aquí hace falta añadir más información para entender el actuar de las autoridades.
De acuerdo a una encuesta realizada por el Centro Hope al cuerpo estudiantil de CUNY, cerca de la mitad de los 22,000 estudiantes que respondieron el cuestionario atravesó por inseguridad de vivienda en algún punto del año previo a la encuesta. Es decir, en algún punto del año pasado, la mitad de los encuestados no pudo cubrir la renta por completo o lo hizo a costa de sacrificar otros elementos de su gasto común. Sin contar que muchos viven en condiciones de hacinamiento. Para esa población, los distintos campus de CUNY son un refugio en el que pueden pasar buena parte del día en un ambiente más amable que sus hogares.
Cerrar los campus y suspender actividades afecta directamente a este grupo de la población estudiantil, uno de los más vulnerables. Con el fin de reducir el número de posibles vectores de transmisión del virus era necesario retirar un apoyo a un grupo vulnerable.
Esa es la disyuntiva a la que se enfrentaban las autoridades de la universidad. Una, que por cierto, no estaba dentro de las consideraciones de las universidades privadas de la ciudad. Ello pues la población que atiende a CUNY proviene de toda la escala socioeconómica de la ciudad, particularmente de la clase media y media baja. En cambio, las universidades privadas atienden en su mayoría a la población ubicada en los estratos superiores de la distribución.
El que las universidades que atienden a los grupos más vulnerables se encuentren ante estas disyuntivas mientras que aquellas que atienden a los grupos más afluyentes no, nos habla de los efectos estructurales de la desigualdad.
La desigualdad de recursos se traduce, durante una emergencia, en desigualdad de opciones con las cuales se puede responder ante ella. Mientras que para unos sus recursos les permiten tomar las medidas de distanciamiento social más radicales sin un costo demasiado alto, para otros, tomar esas medidas resulta o imposible, o asumir un costo muy alto.
La población mexicana, en ese sentido, está en una situación similar a la de las universidades en Nueva York. Habrá para quienes parar durante la pandemia no implique un costo demasiado alto. Para otros implicará debatirse entre comer o arriesgarse a contraer el virus.
La ventaja es que, a diferencia de CUNY, en México el Estado puede intervenir para reducir el costo que implican las medidas de distanciamiento social para los más pobres.
Esperemos que no lo haga demasiado tarde.