Sorprendido por García Márquez
En agosto del 1989, Gabriel García Márquez cambió mi vida. Recién había llegado de Inglaterra a la Universidad de Delaware para comenzar una maestría en literatura inglesa y una de mis primeras clases ofreció una combinación de grandes novelas modernas de varias culturas. A la cabeza del listado estaba Cien años de soledad, en la maravillosa traducción de Gregory Rabassa.
En cierta medida, la maestría fue una oportunidad para viajar. Había pasado el verano anterior siguiendo la huellas de Jack Kerouac, partiendo de New Jersey a New England, luego pidiendo aventón de Maine a Québec, a través de Canadá, bajando la costa oeste por Berkeley hacia Los Ángeles, y de vuelta al punto de partida. Mi plan para el verano siguiente era explorar el Sur de William Faulkner. Después de cuarenta páginas de García Márquez, mi plan había cambiado. Tenía que visitar América Latina.
Poder recitar de memoria el inicio de Esa Novela y aplaudir la capacidad del libro para generar maravilla se han vuelto clichés. Yo no era diferente de millones de lectores que habían caído cautivos de la magia de su prosa. Sin embargo, para mí la magia inducía un escape no sólo de lo figurativo sino de lo literal. Nueve meses después crucé la frontera hacia México. Con excepción de varios periodos en Estados Unidos, he estado aquí desde ese entonces.
El significado político de la novela no tuvo mucho que ver con mi decisión. Al lector promedio europeo o estadounidense, la masacre de los bananeros, que constituye el furioso centro de la narración, es demasiado fantástica para provocar un sentimiento de injusticia; ésta casi pertenece al mismo plano que un sacerdote levitando. No, lo que me fascinó fue la evocación de un mundo completamente ajeno al mío: un lugar tanto mítico como contemporáneo, violento y bello, infinitamente contradictorio. Un lugar clamando por una explicación. Un lugar de sorpresas. La Colombia de la novela era un país así; México, a mi parecer, también lo es.
Siete años después, mientras trabajaba en Variety, conocí a García Márquez. Él había escrito el guión de Edipo Alcalde, que resitúa la tragedia de Sófocles en la moderna Colombia, y el productor mexicano de la película, Jorge Sánchez, me arregló una entrevista con él en un café de los Estudios Churubusco.
¿Qué ordena uno cuando está por entrevistar a un premio Nobel? Yo ordené un capuchino; él pidió una hamburguesa con papas. ¿Qué piensa de las telenovelas? Opinó que son un magnífico medio para comunicarse con una gran audiencia. ¿Le gusta alguna película americana reciente? Apolo 13, él dijo. “¿Por qué? Porque la hicieron una aventura sobre aquellos que se quedaron atrás. El único tema que existe en el mundo es el sufrimiento y el gozo de la gente”.
La habilidad de sorprender no es usualmente considerada una alta capacidad literaria. El mismo García Márquez una vez admitió—en conversación con Plinio Apuleyo Mendoza—que estuvo avergonzado de haber atiborrado Cien años de soledad con trucos y artilugios. En otro momento, dijo que su favorita entre sus novelas fue El amor en los tiempos del cólera.
Pero para este lector, por lo menos, lo sorprendente fue el punto medular de la fascinación. No fue un artificio, ni fue una invitación a pensar en América Latina como algo meramente “exótico”. Fue un impulso a pensar diferente y a investigar.
Nota: Mi entrevista es reproducida en el libro Conversations with García Márquez.

