Libro del mes: Enrique Serna, El vendedor del silencio
Según Carlos Denegri: “En los años cuarenta la Revolución Mexicana se bajó del caballo y se subió al Cadillac; luego, tragó media botella de Glenfiddich, recogió a una prostituta y la llevó a conocer a su mujer”.
De hecho, Denegri sólo acuñó la primera parte de esa frase. Pero la oración entera refleja el meollo de la magnífica novela biográfica El vendedor del silencio (Alfaguara), en la que Enrique Serna explora la trayectoria, la fama y los complejos de este famoso periodista de mediados del siglo XX.
Aunque demasiado joven para luchar, Denegri era un cachorro de esa guerra -justo como su modelo, el presidente Alemán- y abandonó gradualmente sus ideales sociales para acoger plenamente las oportunidades lucrativas y hedonistas presentadas por el alemanismo y los sexenios subsecuentes. Se convirtió en el Rey Midas de un entorno periodístico cada vez más mercenario, se hundió en la "dolce vita" y abusó de mujeres de toda clase.
Esta es una novela de tres grandes temas: el periodismo, el machismo y el egoísmo. Y aunque el grueso de la narrativa toma lugar entre los años 40 y los 60 -décadas en las cuales Denegri era el columnista más influyente del país- la contemporaneidad del cuento brilla constantemente.
El “silencio” que Denegri vendió fue su compromiso de no publicar lo vergonzoso o lo criminal de un sinfín de políticos y burócratas, expedientes sobre los cuales recopiló -durante décadas- con una dedicación sistemática que evoca el Stasi o el FBI. Cuando un gobernador o un juez no pagaba, Denegri los enlodaba en sus columnas hasta que se rindieran.
También vendió silencio al régimen mismo, en el sentido de su complicidad. Era propagandista a ultranza del PRI (y, con mayor convicción, de su ala derecha): alababa sus logros, escondía sus faltas, cobraba embute por todos lados.
Sería difícil concebir una masculinidad más tóxica que la de este señor de apariencia educada; hijo adoptivo de un político y diplomático respetado (Ramón P. Denegri) e hijo natural de una inmigrante argentina. (Su relación compleja con su mamá ayuda a explicar su comportamiento, asimismo su recurrente alcoholismo, pero también ambos factores le proporcionaban pretextos.)
Hay episodios espectaculares, siempre cuando las copas le daban ataques de celos, como cuando quema el trasero de una fichera o cuando, en un fino restaurante, expone con un zarpazo los senos de su culta pareja. Pero más perturbador es su modo de pensar sobre las mujeres. Oscilando entre la adulación excitada de un Mauricio Garcés y el desdén malhablado de un Donald Trump, casi nunca las trata como seres humanas.
Sin embargo, aún más céntrico en su forma de ser -la raíz de todo sus males- era su estupendo ego, y aquí la sátira de Serna pega fuerte al legado sociopsicológico de la Revolución. Debido a una combinación de crianza privilegiada, tez blanca, las oportunidades brindadas por ser hijo de alguien, y (hay que admitirlo) un olfato periodístico y brillante pluma, Denegri se consideraba una clase aparte.
Justo como la élite política con la que se codeaba, Denegri rompía casi todas las reglas que en sus textos predicaba. Lo hacía porque podía, porque era uno de los ganadores de la posrevolución, porque los demás eran la chusma y había que orientarlos.
En estos tiempos de cuestionamiento de la relación del periodismo con el poder, del movimiento #MeToo y de un persistente “mirreynato” de ricos "behaving badly", Serna da una clase magistral en la potencial aleccionador de una obra histórica. Con licencia literaria reconstruye la psique de Denegri y, de vez en cuando, altera un poco las fechas históricas, pero todo en el servicio de resaltar las verdades que quedaban medio dormidas en los hechos.
Serna logra todo esto con una prosa divertidísima. Tal y como otra apasionante biografía novelada, Arráncame la vida, de Ángeles Mastretta (con quien comparte tanto los temas indicados como un pícaro sentido del humor), El vendedor del silencio tiene todo lo necesario para convertirse en un clásico duradero.