De recortes, purgas y poca profesionalización

1 Abril, 2019
Servicio Profesional de Carrera.
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Ethos Laboratorio de Políticas Públicas

Por: Isaak Pacheco Izquierdo (@Isaak_Pacheco)

Desde que inició su administración, las acciones y dichos del Presidente Andrés Manuel López Obrador denotan la desconfianza que tiene hacia la burocracia del régimen anterior. Los de la alta burocracia, según su dicho, tenían altos sueldos injustificados y gozaban de privilegios; mientras que a muchos de la capa operativa los denostó como innecesarios en cuanto a sus funciones y a otros como poco productivos. Si esto fuera cierto, lo cual se desconoce, pues las declaraciones del Presidente no tenían como fundamento un diagnóstico formal sobre el estado actual del servicio civil en el gobierno federal, una probable razón de esta situación tan crítica sea que los puestos públicos sean parte del sistema de botín que cada administración pública toma para sí al llegar al poder. Seguramente ese estado de las cosas fue el resultado de ver a los puestos públicos como un medio para pagar favores de campaña, ganar lealtades, enriquecer a los que forman parte del grupo político, a amigos y familiares, y como moneda de cambio en el marco de negociaciones políticas.

La forma en que Andrés Manuel se ha propuesto resolver este problema hasta el actual es mediante tres líneas de acción. La primera ha sido mediante el recorte de aquellas plazas que desde su perspectiva no eran necesarias por no tener una función social o por representar una duplicidad de funciones; la segunda descansa en la purga de aquellos servidores públicos que cobraban por checar, los famosos “aviadores”, así como de todos aquellos cuyo puesto fuera necesario tomar por las nuevas autoridades para introducir a personas de su confianza; y la tercera mediante la reducción de los sueldos que percibían los altos funcionarios, desde los cargos de alta dirección hasta los secretarios de Estado, esto último aunado a la cancelación de varios beneficios que sólo gozaban las máximas autoridades y de otros que disfrutaban el grueso de los servidores públicos pertenecientes al régimen de confianza (como el seguro de separación).

Si bien algunas de las acciones anteriores descansan en la racionalidad de una política de austeridad, y en este sentido podrían ser válidas y hasta positivas para el servicio público en su conjunto, lo cierto es que este gobierno no resuelve el problema de fondo, pues perpetúa la captura de los puestos públicos por parte de la administración en turno, y no hace del funcionariado un activo que vele por el bien común. Sí, es cierto, ahora ya son menos los funcionarios —sólo los estrictamente necesarios para ejercer la función pública— además se les paga lo justo —en un país con 53.4 millones de pobres— y se les cancelaron sus prebendas que no tenían justificación alguna. Muy bien, eso puede ser adecuado, pero los “pocos” y con “un menor sueldo” que quedan en las oficinas de gobierno, ¿van a seguir siendo los leales y amigos del Presidente, es decir, aquellos que buscan la permanencia de su grupo en el poder, cueste lo que cueste? Perdón, pero si la respuesta a esta pregunta fuera sí, esta sería una visión muy limitada de lo que debería ser una democracia republicana.

En un gobierno de esa naturaleza, los servidores públicos deberían ser los más aptos de nuestra sociedad para ejercer tan grande responsabilidad, pues impacta la vida de todos nosotros y, además, debería ser un espacio reservado para aquellos comprometidos con el bien común, y no para los que buscan beneficiarse a sí mismos y a su grupo político.

En ese sentido, si Andrés Manuel no atiende el pendiente de proveer elementos de mérito y profesionalización al servicio público, estaría manteniendo en su gobierno una simiente que propicia la corrupción, pues ésta no es otra cosa más que el uso de los bienes y servicios públicos en beneficio de un grupo o persona. La captura de los puestos públicos es un problema que se ha repetido una administración tras otra, en los órdenes de gobierno federal, estatal y municipal, y lo seguiremos padeciendo si no propiciamos un cambio.

Como todos los sabemos, ya contamos con una Ley del Servicio Profesional de Carrera en la Administración Pública Federal, que lo único que hizo fue legalizar las prácticas discrecionales que hacen de los cargos de confianza un botín para el grupo gobernante. Esa ley se aplica actualmente y contamos, bajo su autoridad, con los subsistemas de planeación de recursos humanos, ingreso, desarrollo profesional, capacitación y certificación de capacidades, evaluación del desempeño, separación y control. Cuando se lee esto en la ley y se advierte que opera en la realidad, cualquiera podría pensar que todo funciona de maravilla, pero no es así.

Hay un elemento que debe corregirse en todo ese sistema. La piedra angular de cualquier servicio profesional en el mundo es la evaluación de competencias y del desempeño, y bueno, la paradoja es que en la Administración Pública Federal (APF) ambas tareas se realizan cotidianamente. Entonces, ¿qué es lo que no está funcionando? Creo que todos pasamos por algún maestro “barco” en la escuela, ese que aunque nos hacía exámenes, nos planteaba preguntas tan sencillas, abiertas y basadas en el sentido común, que de plano el compañero que no pasaba la materia, era porque no se presentaba al examen.

Bueno, algo semejante sucede con nuestro servicio profesional de carrera (SPC); se realizan evaluaciones de ingreso, permanencia y se evalúa el desempeño de los servidores públicos con base en exámenes o criterios tan generales o amplios, en los que casi cualquier egresado de educación superior, así como servidor público promedio puede encajar. Luego entonces, no nos extrañe que aún en las plazas de confianza pertenecientes al SPC, el grupo político gobernante pueda colocar a “su gente”1. Siempre es más sencillo realizar exámenes generales, aplicables a todos, sobre competencias básicas y capacidades “gerenciales”, para evaluar a quienes quieran ocupar las plazas disponibles; pero esto permite que cualquier postulante que cuente con unas bases mínimas de profesionalización gane los concursos, lo cual propicia que los cercanos al grupo en el poder, cuya experiencia laboral y estudios en ocasiones no tienen relación alguna con la materia de un sector público en específico, ocupen una plaza de confianza en las instituciones de gobierno.

Lo que está detrás de esos criterios generales de evaluación es lo vago e impreciso de los catálogos de plazas y de los perfiles de puestos con que cuentan cada una de las instituciones de la APF, los cuales no reflejan su verdadera situación orgánica. El resultado natural de esta falta de orden y especificad —lo cual no creo que sea accidental— es la captura de los puestos públicos. Dado lo anterior, para sanear al SPC se debe fortalecer el proceso de planeación en materia de recursos humanos de las instituciones de gobierno, lo cual implica que se establezcan criterios mínimos para la elaboración y aplicación de sus políticas. Entre esos criterios deberían estar la definición de necesidades de recursos humanos con base en diagnósticos sobre el mandato legal, funciones y programas de trabajo de los entes públicos, y la actualización periódica de los perfiles de puesto de los funcionarios, para que se apeguen a las tareas que realmente hacen.

Con perfiles de puestos precisos, la autoridad responsable de la evaluación sabría exactamente qué preguntarles a los postulantes que concursen por un cargo, cómo capacitarlos para incrementar sus capacidades específicas y a partir de qué criterios evaluar su desempeño, lo cual le brindaría además los elementos necesarios para sancionar a los que obtengan resultados reprobatorios. La solución al nudo gordiano que envuelve al SPC está entonces en la especificidad de la información que tengamos sobre los puestos públicos, y en que esta información sea ocupada estratégicamente para elegir y mantener en su cargo a los más aptos desde los planos profesional y de ética pública. Esto nos brindaría las bases necesarias para que se dejen de hacer evaluaciones laxas, que permiten el ingreso y permanencia de quienes desean.

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1 Ya en este punto de la conversación, no vale la pena reparar en las excepciones a implementar el SPC, como sucede con el recurrido artículo 34 de la ley de referencia, ni de aquellos elementos de los procedimientos de ingreso y promoción que fomentan la discrecionalidad en la elección de postulantes, como el derecho de veto y para declarar desierto un concurso con que cuenta el superior jerárquico del puesto que se concursa, lo cual le permite rechazar a los postulantes ganadores si no le agradan, además de la oportunidad que tienen algunos de diseñar los exámenes que deben aprobar los postulantes. Pero esto último tiene que ver con que además de “barco”, el maestro (evaluador) sea corrupto, y entonces tenga interés en que aprueben sus exámenes o evaluaciones aquellos de los que obtuvo u obtendrá un beneficio. Esto es inadmisible también, pero el argumento central de esta columna son las evaluaciones laxas ancladas en el sistema.

* Isaak Pacheco es especialista anticorrupción en Ethos Laboratorio de Políticas Públicas.

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